Es evidente: su rostro reflejaba
la imagen de la desolación (o del cinismo), su mirada lucía el fracaso (o el
engaño), sus ademanes simbolizaban la derrota (o la autosuficiencia ruin), su
voz era apagada (o sarcástica), sus palabras una claudicación (o una pose
estudiada), su saldo final era el arrepentimiento (o la mezquina malicia).
Lance Armstrong, en la entrevista
mediática que le tributó Oprah Winfrey el pasado 17 de enero, no era más un
campeón ciclista en el prematuro ocaso de su trayectoria, sino un vaso vacío,
en espera de que el público lo colmara de su veredicto moral.
Imagino la audiencia mórbida,
pegada a las pantallas, saturando el rating: el padre de familia en Houston que
condenó sin más al deportista; la universitaria de Dallas que lo acusó de
quedarse corto en sus confesiones; el barman del pub de Londres que se mofó de
sus lamentos; la madre soltera en Monterrey que le dio lástima pero no le
perdonó sus faltas; el pastor de Cleveland que lo acusó de no abrir su corazón
a Dios.
Un tribunal secular dando su fallo inapelable, con los pulgares
apuntando al suelo: Armstrong no se rasgó las vestiduras, no desnudó su alma
frente a las cámaras de televisión, no se autoflageló. Culpable: no por la
Agencia Antidopaje de Estados Unidos (USADE) sino por la audiencia, lo que es
peor.
Pero ¿por qué tendría Lance
Armstrong que confesar su ristra de pecados veniales y capitales ante Oprah
Winfrey? ¿Qué autoridad moral tiene esa señora de reputación en trámite? ¿Qué
imposición ética tiene sobre el defenestrado deportista, el padre de familia de
Houston y la estudiante de Dallas y el barman de Londres y la madre soltera de
Monterrey y el pastor de Cleveland?
La televisión, con sus reality
shows, sus Big Brothers, sus Lauras de América, sus Dr. Phil, sus talk-shows,
sus Celebrity News, parecen obligar a la víctima mediática a contarlo todo, sin
recatos ni reservas; sin pudores ni reticencias: una sesión psicoanalítica en
un Circo Romano. No una terapia sino un linchamiento autoinducido. Torquemada
disfrazado de Freud.
Emmanuel Kant decía que el
fundamento de toda moral reside en la buena voluntad y el amor al deber. No
importan los resultados sino las buenas intenciones como única fórmula de su
“metafísica de las costumbres”. Para los espectadores (usted y yo), educados
por la tecnología disciplinante de la televisión (usted y yo), la buena
voluntad se demuestra abriéndose de capa frente a una cámara; sobre todo si hay
secretos íntimos qué divulgar.
De nada le sirvió al 7 veces
campeón del Tour de Francia crear y patrocinar su “Lance Armstrong Foundation”,
para recolectar fondos en favor de la investigación del cáncer y de la ayuda
médica a los pacientes que sufren esta enfermedad: en realidad Armstrong (el maligno
deportista) no tenía, como pedía Kant (el elevado filósofo), buena voluntad.
Me confieso ignorante del ciclismo
y de sus diversas modalidades, en ruta, en pista, de montaña, cyclo-cross y no
se cuantas cosas más. Pero cuando un pariente muy cercano padeció un carcinoma
ductal, mi familia consiguió la pulsera Livestrong del ciclista –también
enfermo en cierta etapa de su vida -- y fuimos evangelizadores del “Wear Yellow
Live Strong”: aportamos nuestra cuota a su fundación secular que lucha por hallar
la cura de ese mal que no distingue edad, ni sexo, ni condición social. No lo
hicimos de buena voluntad; lo hicimos por interés propio que, curiosamente, es
el mismo interés de millones de personas más en el mundo que sufren esa misma
dolencia nefasta.
Tampoco se si esa faceta de su
vida le nació a Armstrong por auténtica buena voluntad. Pero su inspiración
generosa, traducida en hechos concretos, caló más hondo en muchos de nosotros
que cualquier lectura filosófica de la fundamentación ética de Emmanuel Kant. Y
lo dice alguien que de entrada prefiere leer a andar en bicicleta. Sin dopaje,
claro está.
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