Fue una conferencia rubricada con
un brindis. Con dificultad, porque el público atestaba el recinto, reconocí a
don Lorenzo Zambrano subiendo al estrado. Más atrás a José Antonio Fernández. Y
en el fondo del auditorio a Tomás Milmo. El ponente era menos imponente en vivo
que en televisión: más enjuto y anodino. Lucía calvicie incipiente, arrugas
marcadas en su rostro de joven eterno y un traje blanco, deslustrado y sin
corbata, impropio de un inglés.
Conferencia breve como perfectamente
olvidable: palabras para cubrir un compromiso comercial, de célebre speaker, de
conferencista bien pagado que viaja a países distantes más para cebar su tedio
existencial que para prodigar su doctrina, plagada de referencias al Dios de
los católicos y de diplomacia como cruzada contra infieles. A fe mía que era un
político inteligente, hasta que llegó a Primer Ministro. Entonces el destino,
el terrorismo, su conversión religiosa o su propia egolatría lo cambió.
Bajó del estrado administrando
saludos de mano, la sonrisa congelada, el garbo natural de los hombres
importantes. Y se acercó al grupo selecto de los millonarios. Lo arroparon como
a una celebridad con claroscuros y lagunas de reconocimiento, pero a quien lo
ampara su currículum excepcional y la controversia de sus decisiones, que al
cabo, en su momento, nos incumbieron a todos.
Y entonces, al calor de sus
anfitriones, por más de diez minutos desplegó sin que viniese a cuento sus
dotes de cautivador nato. Sedujo, pero con lamentos. Impresionó, pero con
reclamos. “La oposición política quiere que te marches para ocupar tu puesto.
Se alían con los intereses particulares. Contraatacan”. El rostro afilado se
abotagó de pronto: “Estás tú, el líder, lleno de genuino deseo de hacer el bien,
piensas: tenemos un desacuerdo, vamos a discutirlo razonando. Pero no es así. Distorsionan
tu argumento; malinterpretan tus motivos; se burlan de tu sinceridad. Van por
ti con una vehemencia, un veneno, que te deja tambaleando. Te sientes espantado,
ofendido, pero sobre todo sorprendido por ello”.
Por un extraño ADN patrio, los
mexicanos solemos asentir en las charlas a lo que dice nuestro huésped. Da
igual si no estamos de acuerdo con él o si no compartimos del todo su punto de
vista; movemos la cabeza con suavidad, de arriba a abajo, dando la razón al
invitado por mera cordialidad y cortesía. “Piensas que has llegado a una
sociedad donde se debate, pero de repente descubres que estás en una jaula con
un boxeador sin guantes, y que afuera hay una turbamulta haciendo apuestas
sobre lo que vas a durar”. Flotó una interrogante plural, que nadie se atrevía
a articular en pregunta concreta: ¿y entonces qué hiciste?
“En el momento en que decides,
divides. Sin embargo, yo calculaba el malestar, lo calibraba, comprendía sus
dimensiones, evaluaba su magnitud, paliaba sus consecuencias. Y así, me
acostumbré a las burlas, empecé a desarrollar la coraza de una indiferencia
casi total a las disputas, que es tan peligrosa en un líder y al mismo tiempo
tan necesaria para la supervivencia”.
Eso lo dijo él, alto jerarca del
Primer Mundo, a un grupo de empresarios del Tercero, en un país donde los
abusos son el paisaje natural en la administración de justicia; donde las
vejaciones a los ciudadanos son recurrentes, donde se manipulan las pruebas
para condenar a un inculpado, y en cambio, se deja libre de buenas a primeras a
las amantes francesas de los secuestradores, para que puedan marcharse felices
y campantes en el próximo vuelo a París. En estos casos no nos cabe formarnos
una coraza de indiferencia casi total a la arbitrariedad de los Ministros.
Estamos maniatados, amordazados, en una jaula frente a un boxeador sin guantes,
que por conveniencia solo suya obstruye cualquier reforma a la impartición de justicia.
Por lealtad a mi identidad
nacional (la de la eterna cortesía mexicana), me guardé mis infinitas reservas
antes de preguntarle a Tony Blair, el ex Primer Ministro inglés, lo que en el
fondo no era más que una certeza pospuesta: ¿Y si fueran ustedes, los
gobernantes, los que mandan, no las victimas sino los boxeadores sin guantes?
Porque si a esas vamos, Mister Blair, somos nosotros los ciudadanos, quienes a
no dudarlo hemos sufrido la peor de las madrizas. Y seguimos tan atentos a las
quejas ególatras de cualquier celebridad global que viene a contarnos sus
falsos sacrificios en el innoble oficio de gobernar.
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