Te apremia a verte un legislador y
uno no puede menos que acudir a la cita, urdiendo conjeturas sobre el asunto de
interés nacional que tratará contigo. Pero yo no me presto a engaños: James M.
Buchanan, recién muerto la semana pasada, decía que los políticos buscan su
interés personal, antes que cualquier bienestar colectivo. Por esa idea, que
explicaría mejor una señora de rancho, y que Buchanan bautizó como “Public
Choice”, le otorgaron el Premio Nobel en 1986.
Pero cuando la ví en su
departamento de la ciudad de México, elegantemente relajada en su bata de
dormir, desarmé en un santiamén las tesis extremistas de Buchanan y restauré mi
fe romántica en los servidores públicos que con lealtad llevan adelante los
deseos legítimos del pueblo. “Necesito que me saques de un apuro” me confió con
esa voz de amazona urbana que cimbra la tribuna de la Cámara.
“Mi hijo me pidió los muñecos de
Calvin Klein y no los encuentro en ninguna tienda de Polanco, Perisur o Santa
Fé”. Puse cara de terapeuta profesional: “Dirás Calvin y Hobbes” y al instante
sentí el fantasma del viejo Buchanan propinando un golpe bajo en mi
entrepierna, con su medallita metálica de la Academia Sueca. “Public Choice”
susurré como un mantra, mientras formulaba alguna respuesta para salir airoso
del trance, tipo: “¿Ya le pediste a Ildefonso Guajardo que te los trajera de
Houston en valija diplomática?”. Pero sólo le pedí que me llevara con su hijo.
Adiviné que entraba al cuarto del
menor, no por los cómic (primera edición) desperdigados en el suelo, ni por las
figuras manga dibujadas en la pared, sino por los cuernos imaginarios, la larga
cola invisible y el fuerte olor a azufre que destilaba el angelito tirado en un
sillón, con un iPad en las manos. “¿No te da pena mortificar a personas menos
inteligentes que tú?” le pregunté.
Cuando su madre salió a preparar
la cena, le aclaré que a mi no me engañaba, con el mismo acento paternal con
que James M. Buchanan desenmascaraba las verdaderas intenciones de los
políticos populistas. Y este niño, a no dudarlo, llevaba el “Public Choice” en
su ADN y circulando por sus venas.
Mi amiga no hallará nunca los
muñecos de “Calvin y Hobbes” por la simple razón de que nunca se han fabricado.
Tanto su hijo como yo sabíamos que William Watterson, el caricaturista autor de
esa popular tira cómica, es un misántropo, desprecia la farándula y ha
prohibido cualquier tipo de reproducción de sus personajes originales, Calvin,
Hobbes, Susie, Moe, Carcoma y Rosalyn, en formato de juguete, muñeco, película
animada o cualquier otro producto de merchandising. Este rechazo a la
publicidad ha privado a su bolsillo de cientos de millones de dólares. Su
idealismo le inspiró a abandonar la tira cómica en 1995 y desde entonces no ha
vuelto a tomar el lápiz para dibujar el mínimo boceto: un Juan Rulfo de la
caricatura.
Cuando la madre del pequeño Calvin
nos sentó a la mesa, saldé el conflicto vástago-progenitora con una decisión
salomónica: “Tu hijo se resigna a no tener muñecos de Calvin y Hobbes, y yo lo
llevaré a conocer al autor de esa tira cómica, Bill Watterson, la próxima vez
que dicte una conferencia en México”. El niño me secundó pero en un par de
minutos me mandó un mensaje por WhatsApp: “Watterson nunca ha dado ninguna
conferencia, odia las entrevistas y evita cualquier contacto físico con los seres
humanos”.
Bajo la superficie, el hijo de mi
amiga manda en su casa, y sus gobernados – o sea, su mamá – sostienen al
pequeño mandatario, seguros de que cumpliendo sus caprichos, disfrazados de
mandatos, le dejará mejores condiciones personales. Por eso James M- Buchanan
decía que su “Public Choice” transfería la teoría económica del actor racional
al campo de la política.
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