El insomnio provoca extraños
compañeros nocturnos. Una de tantas noches en que el sueño se fuga por las
goteras de la cama, salí a la calle todavía temprano a cerciorarme de que el
mundo siguiera en su sitio. Me calcé unos tenis, me enfundé unos pants, ajusté
los audífonos al Iphone y traté de engañar a mi desvelo haciéndole creer que
prefería trotar por calzada San Pedro a mecerme en su duermevela.
El mal de no poder dormir empeora
cuando nos referimos al insomnio como un ente aparte a la mente propia: a
partir de entonces se convierte en nuestro íntimo enemigo familiar. Discutía
con él al tú por tú cuando me topé en Paseo de Los Duendes a la encarnación
viva del desvelo eterno. Nada quedaba de su figura fotogénica, ni del donaire
que registró la cámara de antaño. Desde entonces acumuló masa y volumen y se
afianzó con sus blandos pesos a la gravedad terrestre.
Pero ella creyó que me imponía su
difusa celebridad legendaria. Y no la desmentí.
“A diferencia de usted” me confesó
“Yo no corro a deshoras por delirios deportivos. Lo que tengo es insomnio”. Por
hacerle un cumplido, le dije que admiraba su actuación en tal o cual telenovela
(yo que no veo telenovelas), en aquel programa de variedades (yo que no veo
programas de variedades), y en las entrevistas que le hacían en los noticieros
(yo que sí veo noticieros pero le cambiaba de canal cada vez que la
entrevistaban a ella). Apreté los dientes y con una descarga de cinismo que
acabó por espabilar mis neuronas despiertas de por sí, le solté lo que nunca
pensé decirle en esa noche infame: “Soy su fan”.
Me agradeció con la típica
expresión facial de las estrellas de televisión cuando son abordadas por un
admirador: “Me da igual”. Y sentados en una banca, desplegó una tras otra sus
quejas, la ristra de sus agravios, la letanía de sus ofensas ficticias. “Me
trataron como lazo de cochino, calumniada por las revistas del corazón: que si
andaba con fulano, que si me acostaba con sutano. No me bajaban de puta a mí
que era tan buena actriz”. Quise advertirle que ambos roles no son antagónicos,
pero me quedé callado.
Una hora como testigo del triste
ejercicio de la autoflagelación. Ella sin aceptar que quien entra bajo su
riesgo a la televisión, tiene que acatar las reglas de la farándula. Y entonces
caí en la cuenta de que esta actriz venida a menos era el ejemplo perfecto de
los modelos mentales, es decir, de la forma en que cada uno ve y entiende el
mundo, según las nociones que residen en lo más profundo de nuestra mente.
Peter Senge, lo explicaba mejor:
“los modelos mentales son supuestos arraigados hondamente, generalizaciones de
las que tenemos poca conciencia”. Así, traté de demostrarle a la ex estrella de
televisión que los seres humanos –y ella también lo es aunque fuera artista –
solemos ajustar la información que recibimos de la realidad a nuestro modelo
mental y rechazamos todo lo que no se acomode a este modelo.
“Totalmente de acuerdo” me
respondió mi amiga nocturnal, poniéndose de pie: “Nadie me lo había explicado
mejor que usted. En efecto, yo fui una modelo, rechazada, pero al fin una
modelo. Fui víctima de mentiras públicas, que si participaba en orgías, que si
me drogaba, que si me emborrachaba. De la gente, del público, de mis fans (como
usted), solo recibí lo peor que puede recibir una estrella: las ofensas”.
Aquí sí la frene en seco y con el
último hálito de mi fastidio le respondí: “No, lo peor que puede recibir un ser
humano no es la ofensa, sino la indiferencia. Y eso provoca a la larga un
insomnio vitalicio”. Me aparté de la banca con las ganas frustradas de que su
presencia fuera una pesadilla. Pero la noche siguiente ella volvió a caminar
por ahí. Me seguí de largo y no la saludé. Admito que lo hice por su bien.
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