Prometía como pintora aunque su
arte mejoraba dibujando al carbón. No se si tal cualidad era un suplemento al
alegre encanto de sus ojos celestes, o si su mirada completaba las virtudes que
derramaban sus dedos ligeros. Daba igual: sumando atributos físicos y talentos
suyos, era un ser excepcional; al menos hace 20 años, cuando la edad romántica
de todo admirador exagera los dones de su objeto amado o los baña con rasgos
adorablemente ficticios.
Conseguí su número y me comuniqué
a su celular. Otra voz, similar pero distinta – quizá menos alegre --, atendió
por ella. Ignoraba que Ximena tuviera una hija; que fuera madre soltera, que se
hubiera marchado de Monterrey hace tres años, que se instalara en un departamento
rentado en la ciudad de México y que la leucemia la matara a los 40 años
exactos. Dejó a su única hija huérfana de madre y desconocida por el padre. Le
dí mi pésame a la chica y le invité un café.
Volví a ver a Ximena retratada en
el rostro anguloso de la joven. Tan hippie como su madre pero sin los ojos
celestes ni los dedos largos de la dibujante al carbón. “De nada valió” me
aclaró la huérfana: “dejó de dibujar para copiar por capricho mío los
personajes de Toy Story. Ya no quiso siluetear ninguna otra cosa más”. De
pronto comprendí que mi amiga no dejó obra perdurable, a menos que se incluya
en el inventario de su vida el procrear a una muchacha quejosa y remolona.
Le aclaré que la moraleja de la
película es simple: los objetos tienen un propósito por el que fueron creados.
Las emociones de cada juguete definen su deseo de cumplir ese propósito: para
el avión de plástico el querer volar lo hace feliz; para la Barbie mudar de
vestidos la pone alegre; para un Ipad desplegar su pantalla lo deja contento.
“Entonces mi madre debió seguir dibujando” protestó la joven: “eso le hubiera
dado sentido a su vida”.
A menudo los jóvenes confunden
necedad con rebeldía: la diferencia entre ambas la enseña el tiempo. “Te
equivocas: en Toy Story el sentido del avión de plástico no es volar, ni de la
Barbie mudarse de ropa; ni del Ipad desplegar su pantalla: el sentido esencial
de sus vidas es que los niños jueguen con ellos. Y no los olviden”.
Entiendo que la muchacha dudara de
mis palabras, así que continué: “El propósito de tu madre no fue dibujar,
aunque lo hiciera como virtuosa, sino tenerte a ti. Y que al morir, nunca la
olvidaras. Ese fue el sentido que le quiso dar a su vida.” Busqué en las pupilas acuosas de la
joven algún indicio de la alegría de Ximena. Sólo hallé dos carbones
extinguidos. Nada más teníamos que decirnos. La madre con quien convivió la
primera mitad de su existencia, no era la amiga con quien yo conviví la primera
mitad de la mía.
La despedí con una palmada en el
hombro y ella soltó su pregunta obligada, cortante, como para detener cualquier
intento de respuesta: “¿Y usted, que sentido le quiere dar a su vida?”.
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