El insomnio es la más necia de las amantes. Viene a
rachas semestrales y sus periodos cíclicos casi puede uno marcarlos en el
calendario. Es puntualmente cruel. En fechas recientes, he aprendido a elegir
la mejor de las rebeliones en contra suya: el sometimiento.
Visito entonces, de madrugada, el Soriana de
Vasconcelos y Humberto Lobo. Recorro con el carrito de compras los pasillos
solitarios. Leo cada leyenda de los cereales, las barras de pan, el aceite de
oliva, los frascos de café. Casi nadie se cruza a mi paso: no hay clientes, ni
amas de casa, ni jubilados.
Voy por la sección herbaria para buscar hojas de
tila o valeriana. Y caigo en la cuenta del tipo con el arma en la cintura. Es
la cuarta vez en un mes que patrulla por su cuenta el mismo supermercado.
¿Gasta el tiempo antes de operar su próximo asalto? ¿el secuestro de la víspera?
Torvo y huraño, puede ser un matón o un policía. Le saco la vuelta por el
laberinto geométrico de estantes pero el azar o el destino criminal lo ubica
justo en el área de hojas para infusiones. Está inmóvil, y sostiene una
veladora del Sagrado Corazón con la mano izquierda. Me envalentono y tomo con
tensa calma el sobre de flor de tila. “¡Qué!” suelta con voz pastosa: “¿No
puede dormir?”.
El miedo puede ser tan amplio como el infinito: “No”
le respondo: “y por lo visto usted tampoco”. Sonríe sarcástico mientras oculta el
arma con el brazo. “Desde que murió mi hijo hace siete meses, no puedo
conciliar el sueño”. Imaginé muchas cosas, incluso que su historia fuera
cierta. Le señalo la veladora: “¿Es para él?” Sigue el tipo con su sonrisa
torcida: “No; esta vez es para el alma de la maestra de escuela, esa que
defendió ayer a los niños en la matanza de Estados Unidos. Mi familia es de por
allá”.
Exploro en mi memoria para rescatar el nombre de la
muchacha. En segundos dí con él: “Victoria Soto”. Ahora soy yo quien sonríe:
“Tan pronto oyó la balacera, Victoria escondió a sus alumnos en los lockers.
Les mintió diciendo que era un juego; que no hicieran ruido. Apenas se ocultó
el niño más pequeño y entró el homicida. Preguntó por ellos y Victoria apuntó
con el índice al gimnasio: estaban en clase de deportes. El criminal se fue sin más, no sin antes
dispararle en el pecho, a la altura del corazón, con un arma como la que lleva
usted al cinto”.
Sin volverme, conduzco el carrito de compras a la
caja registradora. Pago el sobre de flor de tila lo más rápido que puedo. Pienso
que un mal como el insomnio provoca otro mal mayor, como enfrentarse uno mismo no
a un supuesto matón de pueblo, sino a los propios demonios internos que nos
confunden el buen juicio. Al abrir el carro la misma voz pastosa cimbra la
noche detrás mía: “Tenga” me dice: “de algo puede servirle”. Tomo sin pensar la
veladora, cierro la puerta y acelero.
Ya en casa intenté conciliar el sueño y guardé
intacta la flor de tila en la alacena antes de encender la veladora del Sagrado
Corazón: la débil flama se reflejó en el espejo. Entonces caí en la cuenta de
cuánto podría servirme a mí esta veladora, igual que al tipo del supermercado y
a usted que lee estas líneas. Dormí muy bien lo que restó de esa noche, soñando
con el corazón benévolo de Victoria Soto. De verdad: Dios se apiade de
nosotros.
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