Daniel Clowes es uno de los
mejores caricaturistas del mundo. Hace poco tuve oportunidad de convivir con él
en Guadalajara: calvo, nada simpático y melancólico como atardecer de barrida.
Un caso sacado de cualquier cómic dibujado por él, silueteado además en blanco
y negro: su perfil tiene un aura de grises opacos que lo abstrae del mundo
real, donde vivimos a colores la gente común y corriente.
Clowes suele dárselas de artista
bohemio y por ende vive en Nueva York, en un loft de dimensiones comprimidas
por el exceso de libros, y tan solitario y siniestro como sus propias
ilustraciones. Pero el dueño de esa morada es un trotamundos que hace del globo
terráqueo un pañuelo; de las megalópolis sitios de efímero paso y de los
aeropuertos un segundo hogar (¿o acaso el primero?).
Comencé a leer sus comic-book
hace muchos años y cada uno de ellos han sido un golpe al epigastrio que
desbarata cualquier libro de autoayuda: severos y mareantes. El primero (“Ghost
World”) lo leí y luego lo vi filmada en una película que pasó sin pena ni
gloria, pero que luego se convirtió en “cine de culto”: aparecía una anodina
Scarlett Johansson, todavía adolescente plana y patizamba, que le hacía la vida imposible a ese
gran actor que suele interpretar majestuosamente personajes mediocres: Steve
Buscemi.
Clowes publicó después Wilson
(2010) donde un divorciado, tan despreciable como digno de compasión por
carecer tanto de familia como de amigos, construye una filosofía de la
mezquindad, mientras pasea por la calle a un pobre perro, casi esclavo suyo.
Clowes necesitó quintaesenciar varias décadas para construir una alma en pena
como Wilson. No en balde, cuenta que los últimos 20 años han sido para él “una continuidad sin fin.
Me veo a mí mismo sentado, dibujando todo el tiempo”.
Algo de Wilson tendrá Daniel
Clowes que juzga estúpidos los celulares y no sabe usar Facebook, ni Twitter,
ni Pinterest, ni red social alguna, y se vale del mail exclusivamente como
herramienta de trabajo. Sin embargo, la aportación de Clowes a la cultura
popular de Estados Unidos es tan extravagante como lo fue su participación en
una campaña frustrada para la Coca-Cola en los años noventa.
Contratado por The New York
Times, diario que aprendió tras varios encontronazos a dejar ser a este exótico
caricaturista, Clowes sabe diseccionar como nadie lo peor de los seres humanos,
sin necesidad de trama alguna en sus obras; sin que el perfil de sus antihéroes
quede tamizado por historias superfluas que distraigan al lector para conocerse
de pies a cabeza en esos modelos de dibujo simplista que son, antes que un
retrato, un espejo a la orilla del camino.
Clowes y sus personajes tristes,
saben la diferencia semántica entre la soledad que uno mismo se impone como
misión existencial, y la que nos tributan los demás seres humanos, en una
versión gringa del poema de Pedro Garfias que el español avecindado en
Monterrey pidió como epitafio en su tumba: “la soledad que uno busca no se
llama soledad; soledad es el vacío que nos hacen los demás”.
Bien traducida al inglés, tal
epígrafe también podría ser el epitafio provisional que sintetice la biografía
de este genio urbano, que en un rápido boceto al carbón, de trazos elementales,
explica mejor que todo “El ser y la nada” de Sartre, el absurdo de vivir y la
certidumbre funesta de que el infierno está en la mirada de los otros.
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