05 noviembre 2012

UNA APUESTA EN CONTRA DE OBAMA


Everardo Elizondo es uno de los grandes economistas de Linares, Nuevo León, semillero de notable financieros a excepción de uno que otro tesorero chambón. Ha invertido su talento lo mismo como consultor y consejero de empresas privadas, que como subgobernador de la Junta de Gobierno, del Banco de México. No es alguien que aventure opiniones a la ligera, así que tendremos que atender sus razones por las que hace una semana apostó públicamente a que Barack Obama perderá la elección presidencial.
Los motivos por los que Elizondo se pronunció a favor de Mitt Romney y en contra del actual presidente norteamericano son un enigma, sobre todo si reparamos que en México solemos ver con mejores ojos a los demócratas que a los republicanos: vaya usted a saber por qué.
Lo cierto es que analizando fríamente las probabilidades electorales, a escasas horas de la votación en EUA, Obama tiene casi segura su reelección: puede conseguir más fácilmente que Romney los 270 votos necesarios para ganar la mayoría en el Colegio Electoral, sólo con que se ratifique la tendencia ligeramente a su favor en cuatro Estados decisivos. Y eso si no gana Ohio, con lo que bastaría con superar a su oponente en Wisconsin, donde también lleva ventaja, para quedarse otros cuatro años en La Casa Blanca.
De manera que son muy altas las posibilidades de que Everardo Elizondo pierda su dinero metido en tan arriesgada apuesta. Lo cual me hace pensar que las apuestas son malas, no por razones morales sino porque turban el buen juicio para predecir objetivamente el futuro. Unos se juega en el mismo albur lo apostado y lo sensato: se nos sesga la óptica personal por pretender que suceda la ratificación de nuestros deseos, y no lo esperado por el uso de la ciencia predictiva.
Sin embargo, comparto con Elizondo su posición política: Barack Obama no merece ganar esta elección presidencial. ¿Por qué? Por múltiples razones. La primera de todas, porque tiene un trauma de origen que le brota cuando negocia con los contrarios. En otras palabras, no sabe conciliar, aunque lo alardee como supuesta virtud suya. Por ejemplo, la culpa de que por poco no hubiese presupuesto aprobado por el Congreso no sólo fue del Tea Party, sino suya, por su negligencia a cabildear con los republicanos: prefería convencer a los ciudadanos (política cándida) y no a los legisladores (política práctica en la que Reagan y Clinton eran expertos). En su libro de memorias, “On The Brink”, Hank Paulson, ex Secretario del Tesoro con Bush Jr., narra que en el 2008, para que le aprobaran su rescate financiero, se le arrodilló a la demócrata Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes. Ante circunstancias similares, Obama no la hubiera ni siquiera saludado.
Luego está su pobre manejo de la economía. Si bien no fue responsable de la recesión que devino tras el estallido de la burbuja hipotecaria y del plan de rescate estatista a los grandes bancos (700 mil millones de dólares en activos hipotecarios) sí fue el culpable de dejar las cosas como las recibió. Nunca reguló a fondo el sistema bancario, no supervisó el cuantioso recurso que el gobierno destinó para salvar a unos banqueros que no se sentían de verdad en riesgo (y que luego se lo gastaron en comisiones y retiros), y finalmente dejó operar a los mismos culpables del desastre financiero, comenzando por Ben Bernanke, nominado por Obama para un segundo mandato como presidente de la Reserva Federal.
Pero al menos Obama fue un faro de cambio y esperanza en su primera campaña presidencial. Seducía a las multitudes en éxtasis retórico, era el amo del falsete y tenía un encanto, swing o actitud muy “cool” como suele decirse de los músicos legendarios como Miles Davies. Lo malo en que en su actual campaña, sometido a la sucia rutina de la política real, de ese chorro de voz muy “cool”, a Obama sólo le quedó un chisguete, como diría Chava Flores.
Everardo Elizondo podrá perder el dinero que invirtió en su apuesta electoral en contra de Barack Obama, pero ha ganado la apuesta moral en favor del sentido común, cosa que arroja beneficios espirituales, aunque no alivie mucho los bolsillos personales. Y es que el sentido común no suele generar dinero ni beneficios tangibles a quien lo utiliza, a menos que sea uno accionista de fondos de inversión y responda al nombre de Warren Buffett. De otra manera, ni cómo.

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