En una reciente reunión de vecinos en San Pedro se decidió
prohibir a los adolescentes practicar el deporte suicida denominado patineta (skateboarding) en las calles de la
colonia Del Valle. Sólo una minoría nos opusimos a la drástica medida: no se
puede multar a la fisiología.
Como la mayoría de las amas de casa me miraron estupefactas,
extendí mi explicación. La composición cerebral no se agota durante la
infancia. En otras palabras, infancia no es destino; el desarrollo de la mente
no cesa ni en la adolescencia, ni en la madurez, lo cual contradice las
conclusiones precipitadas de la pedagogía clásica.
Dado que las mismas amas de casa se impacientaban conmigo,
apuré mi argumento: está comprobado que no es en la infancia sino en la
adolescencia cuando se transforma la corteza prefrontal. Es entonces cuando
nuestra mente desarrolla la capacidad de tomar decisiones, frenar actitudes
temerarias y controlar los instintos básicos.
Pero es también en la adolescencia cuando
evolucionan las regiones cerebrales utilizadas para la interacción social. En
un partido de futbol, por ejemplo, un penalty fallido de Tigres genera gestos
muy similares entre la joven afición: gruñidos, manotazos y ceños fruncidos son
elementos automáticos, instintivos de empatía social; señas de identidad
colectiva.
Lo más interesante es que la corteza prefrontal,
sobre todo en su región mesial, se activa especialmente en la adolescencia y se
reduce en la madurez. Por eso los jóvenes son más sociales que los adultos, mas
apegados al grupo y a su comunidad. Jóvenes y adultos son diferentes en sus
respuestas de decisión colectiva: los adultos dejarán de ser tan solidarios y
tan apegados a los demás porque en la madurez la disminución de la corteza
prefrontal mesial nos conduce a ser más egoístas y a vivir en introspección,
con nosotros mismos.
De igual forma, la gente mayor corremos menos
riesgos. Cuando conviven en grupo, los adolescentes suelen ser más audaces y a
veces incluso suicidas: se arrojan de un segundo piso a una alberca, juegan
irresponsablemente con un arma o ruedan a contraflujo del tránsito vehicular en
una tabla con ruedas. El trasfondo de este comportamiento fisiológico es querer
impresionar a los demás, impulsados por su sistema límbico, más hipersensible a
su edad que a la nuestra y que procesa emociones y brinda aparentes recompensas
como “disfrutar el momento”. Tras el paso a la edad adulta, el sistema límbico
se estabiliza y dejamos de correr riesgos “gratuitos”.
Al mismo tiempo, esta disminución de la masa de
corteza prefrontal nos vuelve a los adultos más ligeros de humor, se reducen
nuestros ciclos de mal genio, y eliminamos tanta carga de vergüenza, como sí la
sufren nuestros hijos, incapaces de saludar a gritos a un conocido en HEB (de
ahí su socorrida frase: “¡qué oso, papá!).
No es pues, un problema de hábitos, ni de
educación; es un asunto fisiológico. No condenemos a los adolescentes porque
sería como reprocharles su corteza prefrontal mesial, o criticar su sistema
límbico.
Apenas terminé mi explicación ante las pocas amas
de casa que quedaban, cuando una se levantó para contestarme: “pues no será al
sistema límbico ni a la corteza prefrontal a quien deje sin cenar una semana si
siguen patinando a media calle. Otro remedio a tanto cambio fisiológico son
unas buenas nalgadas. Nada que discutirle a la pragmática señora madre.
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