06 noviembre 2012

TRES SEDUCTORES DEL VOTO FRANCÉS


Tomamos el Renfa de Barcelona una noche de abril y diez horas después, en una madrugada fría, llegué al Gare d´Austerlitz, en Paris. Pasada la noche en blanco, bajé a la estación con unas ojeras cárdenas, la espalda vencida por las maletas y el placer de entender mejor la anunciada derrota del candidato socialista francés, Lionel Jospin. Hacia las elecciones presidenciales y parlamentarias que habrían de celebrarse en el año 2002, las perspectivas electorales de Jospin como candidato a la presidencia y de los socialistas frente a la renovación de la Asamblea Nacional se presentaban bastante desalentadoras. Pero si las gitanas leen la suerte en la palma de las manos, y los nigromantes predicen las desventuras en las cartas, uno adivinaba los males del futuro político en las tendencias declinantes de la socialdemocracia francesa.        

Durante el Siglo de Oro, como una especie de ejercicio de estilo, los poetas estaban obligados a metaforizar en torno de la rosa (de ahí la conocida frase del siglo XVII: “yo también hablo de la rosa”). Pues bien, una buena parte de nuestra vida como politólogos, los autores de este líbro se valieron de los sistemas electorales como si fueran nuestro obsesivo ejercicio de estilo, aunque hubo un tiempo en que también hablámos de la rosa, o mejor dicho, de la Rosa. Pero ahora, en un mero afán de dispersión saludable, nos metimos al tú por tú con la socialdemocracia y la perseguimos, del génesis a su descenso.

Con todo, en tiempos de Chirac, la socialdemocracia se ganó en Francia una muy justificable tunda electoral. Era de esperarse, en razón de su disoluta vida. Mitterrand, mago de la intriga y camaleón político sin complejo de culpa, se valió de la socialdemocracia como quien trata a una querida. La impuso en los banquetes de los planes de gobierno durante su primer periodo presidencial, y acabó burlándose de ella, durante el último periodo de su presidencia imperial. Mancillada, el viejo tío se la prestó al PSOE de Felipe González que hizo con ella lo que quiso. La compartió con Willy Brandt quien la trató como una dama, y terminó de cortesana, arrugada pero digna, en el Primer Ministerio de Lionel Jospin. La socialdemocracia recibió el último desaire en la primera vuelta electoral de abril del 2002.

Fue una verdadera lástima, porque como persona Jospain es un buen tipo. Tanto, que tomamos el RER Versailles-Rive Gauche y nos fuimos a verlo a uno de los últimos mitines que le organizaron, cerca del Palais Trianon, al final del boulevar de la Reine. Jospain es un político duro, riguroso, honrado y demasiado inflexible. Acaso por eso mismo, el Lionel que vimos y nos atrevímos a tenderle la mano, ofrecía su mejor cara en el contacto personal y tras el pódium lucía sonriente, enérgico pero relajado, entrado en años y sin embargo jovial, dueño de sí mismo y hasta un tanto clintoniano en sus gestos y en su bien estudiada alegría. Casarse con una reconocida académica le barnizó de gobernante intelectual, que bien le sienta al paso de los años. Un tinte plateado orlando su cabellera crespa terminó de darle el toque de madurez que necesitaba para ganarse la confianza de su electorado. Tiene la pinta amable de viejo profesor de la Sorbona. Cierto que sermonea de vez en cuando y sus discursos destilan un tufillo de pontífice ateo que turba un poco al espectador laico, pero después del duchazo estalinista que se cargaba la izquierda, el requiebre sospechoso no deja de ser pecata minuta con su infaltable rasgo de ser humano que lucha por encontrarse a sí mismo, pero sin que la campaña se convierta para él en un acto de expiación. Cuando lo saludamos, llamó la atención la fuerza de su estrechón de manos y la vigorosa palmada en mi espalda. Entonces caímos en la cuenta de que a Jospin le gusta el basketball y no deja de ostentar sus obscuras aspiraciones de estrella deportiva.        

En México se nos ha escamoteado la figura del gobernante intelectual, lectores de más de tres libros. Tuvimos un Presidente que se las quiso dar de artista. Pero fuera de López Portillo, los políticos han tirado para un lado y los intelectuales para el otro, a menos de que incidan sus destinos en el cajón de los fondos públicos. Uno admiró a Mitterrand, entre otras cosas, por ser un maquiavélico letrado. Y Clinton se redimió ante nuestros ojos por ser lector del Quijote y de Faulkner. En ellos, la política es pasión, pero también reflexión.

Vivimos en Paris la derrota de Jospain y nos fuimos a cenar a un bristot griego, muy cerca de la fuente de Saint Michel, tras una búsqueda inútil de ostras por las callejuelas del Barrio Latino. Los quioscos en la Rive Gauche –fortines de la libertad, los bautizó Raúl del Pozo-- estaban tapizados de ataques a Jospain. Lo tildaban de troskista. En cambio, nadie se metía con Chirac. Su pasado era un almacén de corrupciones y peculados, pero la amnesia electoral le perdonaba todo, como si de un arcángel sin aureola se tratara. El cinismo vuelve santo al mismo demonio si lo antecede una buena campaña de pragmatismo efectista. Así son los parisinos: le dan vueltas y vueltas a la guillotina, hasta que cortan la cabeza de un tajo. Por un tiempo los terroristas escondieron bombas en los cestos públicos de basura. Uno podía comer un baguette por Montparnasse, arrojar los restos al bote y volar en mil pedazos un instante después. Hasta que luego de años de cadáveres voladores, los parisinos cambiaron los botes de metal por bolsas de plástico transparente. Sanseacabó: el cinismo curó el ultraje y las madrugadas se llenaron de basura. Desde entonces, París es una ciudad sosegada, donde uno contempla la tarde, en el boulevar Montmarte, tomando calvados y café noir.

Chirac pasó a la segunda vuelta a causa de su desvergonzado cinismo. Jospain perdió su última oportunidad de ser presidente por culpa de su pragmatismo efectista. Quiso poner bolsas de plástico a un problema que (así nos lo enseña la socialdemocracia) requiere de tiempo y paciencia. Muchos se preguntarán: ¿Cómo es posible acusar al exprimer ministro socialista de cínico cuando exhibió congruencia y prudencia a lo largo de toda su trayectoria pública? Un cínico es un malabarista del gusto popular; piensa y hace lo que la gente quiere. ¿Y que quiere la gente en Francia? Lo que Jospain les proponía: nacionalismo, proteccionismo, globalifobia y restricciones migratorias. Remedios abstractos pero instantáneos y fáciles. Sin embargo, como gobernante intelectual, Jospain se quedó en las orillas. Un candidato más osado y más cínico, radicalizó y llevó al extremo las ideas de Jospain, ampliando sus horizontes. Jean Marie LePen jaloneó el nacionalismo al chovinismo; el proteccionismo a la estatolatría; la globalifobia a la xenofobia y las restricciones migratorias al racismo. Este ex-paracaidista tuerto, funde en sí mismo, en una misma matriz, al comunista de St-Germani-des- Prés con el burgués miravitrinas de la rue St- Honoré. Y a su manera, es el hombre invisible, al que se refiere Neruda, que canta con todos los hombres de alma simple y maniquea.

En Francia, el fascismo es un socialismo elevado a la décima potencia, porque entre ideologías los extremos se tocan y gana el ideal superlativo. No fue casualidad que gran parte de los votos a LePen los recibiera del proletariado francés, viejo nicho del partido socialista. A la hora de las coincidencias, triunfa la ideología que va más lejos. Y llega más lejos la que pone en práctica y ejecuta sus ideales sin rodeos, sin titubeos ni medias tintas. Gana la ideología que le da menos vueltas a la guillotina y corta la cabeza de un tajo. Frente a la mano temblorina de Jospain, el puño firme de LePen. Luego, tras la primera vuelta electoral, los franceses se daban golpes de pecho, proclamando a los cuatro puntos cardinales: “De la capitale encore plus petit village, la levée en massa contre LePen.”  Hasta en el Pont au Double de Notre-Dame se escucharon los gritos antilepenistas, en mitad de una homilía, un domingo de Ramos.

La culpa del avance fascista en Francia la tuvo Jospain. Fue responsable, al igual que el viejo partido socialista, de no haber querido modernizar sus banderas a media asta. El aburrido primer ministro se las daba de doctrinario cuando era un cínico; iba de intelectual orgánico pese a ser un clérigo de la izquierda; un ortodoxo en vez de un creativo. El último ideólogo de la Rive Gauche, Michel Rocard, planteó un sano Big Bang para reinventar el partido que desdibujó Mitterrand, pero nadie le hizo caso y desde entonces el PSF vaga en el vacío como astro calcinado.

Decía Francisco Umbral que al intelectual comprometido de Sartre le sucedió el intelectual contratado. Falta añadir que, a principios del siglo XXI, al intelectual contratado le sigue el político cínico que se las da de intelectual comprometido. Serpiente que se muerde la cola, este espécimen termina no siendo intelectual ni político ni nada. Eso le pasó a Jospain y LePen, como ahora, diez años más tarde su hija, rondó el Elíseo gracias a las ambivalencias artificiales del primero. Lo que uno pisaba con zapatilla de bailarina, el otro lo hacía con pata burda de elefante: pero ambos palpaban el mismo suelo. Lo que uno pintó con pincel delicado el otro lo trazó a brochazos gruesos; pero el lienzo se recargaba con los mismos motivos e iguales imágenes. Uno era amante de la reforma gradual, el otro de llamarle pan al pan y vino al vino. De nada sirve entonces que, sin acto de contrición de por medio, Jospain saliera con la exigencia moral a su magro electorado que regalara su voto al candidato de la derecha correcta. ¡Cuánta falta de congruencia personal y exceso absurdo de cinismo! Ni siquiera pudo alegar a su favor, como lo hizo en su hora Felipe González, que “murió de éxito” porque sus antecedentes electorales no tendían a la alza y su expediente personal es, con contadas excepciones, un cementerio de fracasos electorales. En su papel de Primer Ministro no volvió a elaborar un diagnóstico certero como cuando fue dirigente partidista. Empobreció su formulación de nuevas metas y dejó de analizar las consecuencias políticas de su actuación en el poder. Manejó un discurso de persuasión a los de antemano convencidos. Pero lo más importante: no se detuvo a estudiar el sentido último de las acciones que proponía y no tomaba. LePen lo hizo por él.  Lo cual no significa que el Jospin carezca de futuro como servidor público porque en política, decía Telleyrand, los muertos resucitan. Pero cada vez esta posibilidad, a causa de la edad, los años, la ineluctable vejez, se acaba a cuentagotas.

Esta lógica francesa es posible trasladarla a Europa entera. El crecimiento exponencial de partidos ultranacionalistas se debe, en buena medida, al hartazgo de las ideas de izquierda trasnochada que, al decir de una parte del electorado, se queda en la estratosfera y no aterriza en la dura realidad. Lo de menos es que la ultraderecha sea ridícula: por ejemplo, al asesinado supranacionalista holandés, Pim Fortuym, le gustaban los hombres pero odiaba a los árabes. De ahí que, tras una oleada victoriosa en donde trece de los quince países que integran la Unión Europea contaban con gobierno que encabezaban o compartían partidos socialdemócratas, los electores terminaran dándoles la espalda.“Pues entonces la izquierda debe pasar de las palabras a los hechos” proclama un parisino y uno le restrego en la cara su error: “Más bien se trata de limpiar las empolvadas herramientas ideológicas de la izquierda.” Es claro: si la socialdemocracia no se moderniza, pronto arribará al poder, sin colisiones de por medio, el heredero del difunto Jörg Haider y su partido de la Libertad en Austria, Humberto Bossi con su medieval Liga del Norte en Italia, el Vlaams Blok, de Filip Dewinter, en Bélgica, y el Partido del Pueblo de Pía Kjaersgaard en la Dinamarca de la casta sirenita, recientemente (¿negra premonición?) decapitada.

No es tanto de temer el fundamentalista de LePen, como sí lo era el carismático y prudente Haider, dueño personal de un oso amaestrado que entre risas de veladas hogareñas, prometía echar pronto a los árabes, hasta que una noche de copas, se le atravezó un arbol que lo degolló. Su tacto y mano izquierda (¡que ironía!) le hizo ganar el 27 por ciento de los voto durante las elecciones para el gobierno de Austria en febrero de 2000. La explicación de este boom de extrema derecha la puede dar el ya mencionado y difunto Fortuyn, que en Rótterdam, su ciudad natal, desbancó al partido socialista el mes de marzo del 2000: “Si los políticos no quieren escuchar al pueblo, tendrán que pagar por ello, y eso es lo que está sucediendo ahora. No es triste, simplemente demuestra que la democracia europea está funcionando a la perfección”. Una democracia tan perfecta como un francotirador fanático que dispara, en un minuto, seis tiros a un blanco móvil.   

Todo por culpa de una izquierda que no quiso ponerse a la altura de los tiempos; que dice detestar la globalización sólo por verse in, que proclama el proteccionismo a lo Jose Bové, y le tolera el derrumbe a batazos de los McDonalds; que cree hallar en los genes africanos la larva tribal-antidemocrática y muy apenas tolera la inmigración, pero tapándose las narices. Una izquierda cerril, retórica y de campanario, en tránsito de haber sido la vanguardia de la cultura política a transformarse en una cultureta (que es como los catalanes se refieren a las manifestaciones culturales más cutres y ramplonas). ¿Qué más se quiere para despertar ese fascismo enquistado que la condición humana porta casi sin excepciones en el corazón? ¿Ese monstruo populista qué se nos despierta como lo otro freudiano, metido en el inconsciente personal y colectivo? Ya se ve que cualquier análisis del avance de la ultraderecha –y en contraposición, del retraso de la izquierda-- acaba en lectura psicoanalítica.

El germen ultranacionalista incubado, paradójicamente, por la propia izquierda es una variante de la clásica derecha radical. Tiene muy poco de ese conservadurismo a la antigua, estilo Franco, que juntaba a la clase alta con la Iglesia, escoltados ambos grupos de presión por el ejército y sus secuaces de la policía secreta. La nueva ultraderecha concentra sus baterías en los instintos primarios de la clase media y baja, un buen caudal de votos los obtiene de los obreros y sus discursos están aderezados con populismo eficaz, producto a custodia de la mercadotecnia. Incluso se vale del sindicalismo y aplaude la huelga general. Así ha ganado importante espacios de poder en el Viejo Continente y ha conquistado, en elecciones pasadas, del 10 al 27 por ciento del electorado. Sin hipocresía, pude reconocerse que todos somos un poco seguidores o inocentes adeptos de la ultraderecha superficial, epidérmica: queremos seguridad en las calles, política sin demasiados sobresaltos entre poderes democráticos, toleramos con mucha reserva al extranjero camusiano, al ajeno a nuestra idiosincrasia y a los valores de cohesión que sustentan nuestro entorno social. Mas o menos conscientemente, exigimos, como dice Habermas, la exclusión del otro. 

El caldo de cultivo es el malestar social. Según el Eurobarómetro, publicado por la Comisión Europea en abril del 2002, crecía la preocupación de los europeos por los movimientos de inmigración y el incremento exponencial de la delincuencia. La clave del éxito ultranacional residía en el triunvirato de mano dura, seguridad pública y segregación racial. Más otro factor: el antieuropeísmo, que se extiende en muchos grupos sociales de Francia, Alemania y Holanda. LePen exudaba sentido común cuando quería arrebatarle a los inmigrantes el empleo que por derecho le correspondía a los franceses. Suena sensata su idea de retornar al nacionalismo como baluarte del tradicional orgullo francés. Suena lógica su deseo de entregar Francia a los franceses. Sus discursos iban al corazón del electorado aunque atropellen la inteligencia y el razonamiento elemental. Ahora su hija lo sustituye con renovada sangre guerrera.

Un demagogo convincente al abanderar ese menú de propuestas va en caballo de hacienda a cualquier elección democrática. Lo malo es que compramos estos ideales en el paquete de una ideología, es decir, sumadas a un sistema de ideas o creencias que pueden ser absolutamente equivocadas o políticamente incorrectas, pero que nos toca las fibras más sensibles como electores primero, y como ciudadanos después. A diferencia de la extrema derecha tradicional, vacía de ideas y desdeñosa de articular proyectos atractivos que no se finquen en la etérea tradición, los nuevos partidos ultranacionalistas albergan una ideología bien tejida, coherente, transparente en sus fines y fiel a su espejo diario. Éticamente son irresponsables y olvidan cumplir con el mínimo de educación cívica indispensable para gobernar. Pero a su manera, son revolucionarios. Los ultranacionalistas no son políticos, pero sí encabezan una revolución. Si fueran políticos postularían, como decía Ortega y Gasset, la unidad de los contrarios: medirían sus impulsos y su aceleración, se anticiparían a las oposiciones y las tendrían presente para la toma de cualquier decisión; sabrían contrarrestarlas y darles espacios expresivos, serían gradualistas y a la postre reformistas. Como revolucionarios, en cambio, provocan de inmediato la contrarrevolución, no previenen las fuerzas de resistencia y se enfrentan a altas probabilidades de derrota, tras un ascenso tan fulgurante como fugaz.

Apenas fincó esperanzas más o menos viables de gobernar a los franceses, el multimillonario LePen padeció una andanada espectacular de manifestaciones y protestas masivas que prácticamente lo aniquilaron antes de subir a la arena de la segunda vuelta electoral. El cometa LePen se consumó y se consumió con la derrota de Jospin. LePen y no la extrema derecha: esa apenas ha asomado la cresta y dará aún picotazos mortales a los viejos partidos europeos, y sobre todo a la izquierda que es, sin quererlo, su principal promotor, y quien sedimenta la mentalidad del electorado con vagas proclamas nacionalistas, para que luego vengan las más eficaces huestes de los revolucionarios tribales. Así que, pese a su derrota el vetusto líder del Frente Nacional cosechó en imagen de eficacia lo que pacientemente cultivó desde 1956, año en que entró a la liza política. 

LePen no es el clásico fascista: es un cínico en bruto, que distribuye puñetazos y discursos. En ambos oficios es un fajador. Es como un iceberg que sólo asoma la punta de su cultura política y el resto lo esconde para no dárselas de intelectual que lo desluzca ante su electorado. Con él de mandatario, se volvería cierta la acusación del Mitterand al entonces presidente de Gaulle, en el sentido de pretender hacer de Francia un “estado de sitio perenne”. 

LePen nació en la miseria bretona, la Trinité sur Mer, sin agua corriente, comiendo pescado y muriendo de frío en los inviernos. Su resentimiento de desclasado lo proyectó a su vida pública. Esa lucidez acomplejada nació de la explosión que mató a su padre, al chocar su barco con una mina. La muerte paterna lo volvió náufrago de toda serenidad: por eso lo expulsaron de tres colegios jesuitas y de dos liceos. Cuando dormía, no descansaba; cuando se acostaba no soñaba. Fue monárquico y luego de extrema derecha: curtido a golpes de cantinas, riñas callejeras, agresor de porteros y barmans, grosero con las damas y vulgar como carretonero. Cuando quería hacerse notar, no le bastaba su estatura de uno ochenta, y sí le sobraba la paciencia del académico y el tesón del estudiante; lo suyo era el instante y el fogonazo, la voz de trueno y el golpe efectista. Por eso era pésimo escritor y el mejor orador de Francia. Aunque a veces lo derrotaban los detalles, como cuando perdió la posibilidad de ser gran militar, por sus várices, o como cuando lo nombraron reservista en Honai, dos meses después de terminada la guerra.
   Hombres como LePen no experimentan caminos de Damasco: no sufren conversiones porque son de una pieza. No se fijan en sutilezas ni matices: ven, como los toros, en blanco y negro. Pierre Poujade, derechista arraigado electoralmente entre pequeños comerciantes, le da su primera oportunidad política y lo nombra diputado. A sus 28 años sería el más joven de esa Asamblea,. Enamorado de la tribuna, se hace notar a toda costa con arengas antisemitas. Radicaliza su lenguaje, se pelea con Poujade (a quien considera un tibio) y decide regresar al frente de batalla, en Suez. Se ha descubierto él mismo líder, pero no político. Se sabe protagónico y se descubre torturador. Para él, éstas tendencias no le son disímbolas: para sobresalir sobre los demás, tiene que humillar a los demás. En Argelia, como oficial antiterrorista, desfigura presos a golpes. Luego negará ese pasaje sombrío en su expediente.
A su regreso a Francia, el incansable busca un reflector a tono con sus delirios de fama, y lo encuentra organizando el Frente Nacional de Combatientes. Da en el blanco, porque lo eligen diputado y luego senador. Pero se excede en sus escándalos y en 1958, al querer boicotear el mitin de un opositor, le revientan el ojo izquierdo. Su parche de pirata, que luego sustituyó por una canica, le imprimió un renovado aire de extravagante. Ese mismo año se suma a la lucha contra los rebeldes argelinos y en París se convierte en un conscripto. Pero, para ser perseguido por la ley, se requiere clandestinidad, y a LePen, amante del olor de multitud, no le gusta ocultarse porque va en contra de su naturaleza exhibicionista. Ni siquiera acepta la intimidad en su vida privada. Educa a sus tres hijas en el más puro racismo y su esposa, Pierrete, tras divorciarse de él, posa para revistas pornográficas, de rodillas y fregando pisos, enseñando a Francia la humillación hogareña que padeció por años. Su exmarido saborea el escándalo. Es intocable, como los personajes de los comics gringos. Con él se demuestra que no siempre es conveniente la figura alabada por Max Meber de un líder “unívocamente responsable.”

En busca de más fama, así sea controvertida, LePen funda en los sesenta, una productora de discos pronazis.  Admirador sin tapujos de Hitler y borracho violento. Pierde la brújula de la celebridad y su depresión la desfoga a puñetazos. Humilla a quien se le atraviese para sentirse importante. Pero, en el fondo de su ser, se sabe derrotado: encierros en prisión, condenas breves e indemnizaciones lo hunden en la pobreza. Quiere volver a los estudios y no lo hace tan mal: recibe deferencias de Maurice Duverger y un diploma de estudios superiores de Ciencia Política. Algo hay en él de inteligencia soterrada bajo su vedettismo de quinta. Con este bagaje teórico funda el Frente Nacional en 1972. Para entonces, su suerte mejoraba gracias a una herencia que le legó un alcohólico multimillonario. Las malas lenguas cuentan que lo envenenó a base de tratamientos brutales de alcohol y drogas. Con el dinero heredado, se diversifica en negocios y movimientos bancarios más o menos turbios.

Ya con un partido a su imagen y semejanza y con recursos para derrochar a placer, LePen obtiene un ridículo 0.74% en las presidenciales de 1974. En las de 1981 ni siquiera se presenta a la liza electoral. Entonces se dice que Mitterrand infló artificialmente su presencia y la del Frente Nacional para vapulear la unidad de la derecha moderada. De cualquier manera, LePen se ostentaba como una orgullosa víctima del establishment político, y obtiene en las elecciones europeas de 1984 el 11,1% de los sufragios cuando no esperaba ni el 5%, todo gracias a un discurso redituable: la antimigración. En tanto el resto de los candidatos dejan pasar el asunto de los inmigrantes como una papa caliente, LePen la asume como su principal bandera de campaña. Aprende a ser más demagogo, simplista, maniqueo y simpáticamente vulgar. Resume su peculiar apreciación de los Jinetes del Apocalipsis en las siglas SIDA: “Socialismo, Inmigración, Droga y Affarisme (escándalos políticos)”. Se reconoce católico, gaullista a ratos, racista siempre, historiador heterodoxo: “las cámaras de gas no eran más que un detalle en la historia de la Segunda Guerra Mundial”. Gana en persuasión lo que pierde en veracidad. A estas alturas ha silueteado ya su folclórico personaje. Sin embargo, a diferencia de los fascistas españoles, convence pero no vence.

Hasta que en 1988, con el 14,38% de los votos, los franceses lo colocan en el cuarto lugar entre los candidatos que contendieron en las presidenciales. Ayudado en el Frente Nacional por su segundo de abordo, Bruno Mégret, logra el mejor espacio de la extrema derecha francesa, posicionado en el sector obrero, muy por encima del Partido Comunista Francés. Se vuele un indeseable fiel de la balanza para que la derecha pueda gobernar. Pero luego, en un mitin de 1997, la toma a golpes contra la alcaldesa de Mantes la Jolie. Es condenado a pagar una multa y lo privan de sus derechos cívicos por dos años. También se confrontó con Mégret, cuando éste quiso “civilizar” al FN, y toma las riendas de su partido, bajo las formas dieciochescas del despotismo nada ilustrado.

Asilado, apelando sólo a sus propios recursos histriónicos, se lanza a una aventura que apuntaba directamente al fracaso. LePen es un comediante que no bromea: habla como predicador cristiano, paseando de un lado a otro del escenario y dirigiendo su único ojo a la multitud extasiada. Gusta del lenguaje tabernario para explicar sus ideas moralistas y xenófobas. En él, el odio es otra forma del arte. Y, si Luis Cernuda precisaba que “uno tan sólo basta como testigo irrefutable de la nobleza humana”, este tuerto se ostenta como ejemplo irrebatible de la mezquindad del hombre. ¿Y quien niega que la mezquindad puede ser, a ratos, incandescente y atractiva? A sus setenta años ha llegado al cenit de su carrera política y quedó en segundo lugar en las elecciones presidenciales del 2002. Pero de Gaulle decía que sólo el miedo puede unir a los franceses: con su ascenso electoral, LePen le quitó el sueño a la mayoría de sus conciudadanos por dos semanas, incluyendo Jospin, menos al virtual ganador de estos escarceos que acabaron en escaramuza: el mentiroso y marrullero Jaques Chirac.
  
Jaques Chirac es un tipo simpático, lenguaraz y con buena suerte. Consiguió lo mismo que Mitterrand pero sin retorcimientos políticos ni rutas laberínticas. En la cara se le nota que detesta los rebuscamientos, desde que lo eligieron diputado por Corréze, en 1967. Este casi anciano perdido ya en los nubarrones de su incosciencia, alto y rezogante, ha logrado, entre francachelas culinarias y cortesías a las damas, ser electo dos veces primer ministro y prolongar por un segundo periodo su periodo presidencial. Durante ese lapso se las ingenió para dimitir como primer ministro, fundar su partido en 1976, llamado RPR (Unión para la República), y meterse con el presupuesto público en componendas extrañas y arreglos de dudosa procedencia. De eso lo acusaron siendo alcalde de París.

Y los franceses se lo perdonaron todo porque lleva aureola de intocable: lo han tocado todos, con escándalo pero sin sentencias de tribunales. Trae la fortuna del simpático, del entrañable querendón que Mitterand no alcanzó por su aura imperial que le enredaba los gestos y sus actos. Chirac, en cambio, es el tío que se duerme en pantuflas, sobre el sillón de la sala, algo calavera y mete-manos con la servidumbre. Si Mitterand hallaba en el suelo una moneda antigua, la enviaba al Louvre con su nombre estampado en base de mármol. Chirac, ante la misma moneda, se la guardaba en la bolsa o la canjeaba por euros. Es un vividor, catador de vinos y amoroso protector de Laurence y Claude, sus hijas. Es turbio y frívolamente romántico como el Sena.

Mitterand decía mentir a nombre de la República, Chirac en honor de sus votantes. Como Greta Garbo, es un rostro vacío, en donde un director o la gente imprime lo que quiere, tanto sus gustos como sus deseos explícitos. Por ende, no es un intelectual ni aspira a serlo. Su lema verdadero, el que dicen que dice en cada elección presidencial, es “las promesas comprometen nada más a quien se las cree.” Y él no es creyente, ni aficionado, más que del sumo, deporte extravagante y simplón. Claro, los astros también le deparan sacudidas: un día, le encargó a su amigo Edouard Balladur quedarse de Primer Ministro mientras él se jugaba la presidencial. Hábil traidor, Balladur prefirió lanzarse, él también, como aspirante al Elíseo y por poco jala al precipicio a Chirac frente al entonces candidato socialista de última hora, Lionel Jospin. 

Este ex presidente es el rey de los pecados veniales, esos que se borran rápido de la memoria de la gente.  Se convirtió al ecologismo, luego de ordenar pruebas nucleares en el Pacífico, ¿y qué? Dice rechazar las etiquetas ideológicas, pero acusó a LePen de extrema derecha y lo sepultó a carretadas con el peso de la República, en promedio, cuatro votos republicanos contra uno fascista. ¿Y que es la República? pregunta Eliseo Diego en un poema, saboreando la curiosa palabrita. Alguien responde: es el recurso verbal moderno para matar herejes y cucarachas. 

En el 2002, Chirac empezó mal en las encuestas de la elección presidencial. Pero su buena estrella, su bonhomía y el aburrido Jospin, añadido al hereje LePen, se las arreglaron para darle a su adversario más del 80% de los votos. (aunque también al propio de Gaulle le otorgaron los franceses durante el referéndum de 1958 el 80% de su adhesión, y diez años después lo mandaron con cajas destempladas a su casa). 

Chirac ganó disfrazado de la República pero tamaña abstracción no fue pretexto para malgobernar su pais. Desde entonces lo conocen como el presidente más votado de la V República francesa. Con una extrema derecha pisándole su sombra y una izquierda cruzando su nombre con las narices oprimidas y las manos enguantadas, Chirac gobernó a gusto. Dicen que de los males, el menor: del ultranacionalismo a la sequedad jospaniana, el justo medio chiraquiano: jugó sus riesgos y el truco le salió impecable. Jamás será de Gaulle, no es un estilista como Pompidou, es frívolo para ser Mitterrand, le falta clase para ser Giscard d´Estaing, pero es un buen tipo mediático y chic que aguanta cualquier apelativo, mientras le dejaran seguir gobernando.

Le faltará, eso sí, la entereza para reformar instituciones, como lo hizo de Gaulle, que menospreciaba electores por andar en campaña con la posteridad. El viejo y paquidérmico general detectó en 1958 el desequilibrio del sistema constitucional que sufría la Francia de la posguerra, y que en el 2002 regresó en forma de desequilibrio del sistema electoral. Pero Chirac, que no es de Gaulle, vive preso de la opinión pública y no supo desenredar el desbarajuste. En su afán de quedar con todos bien, fue un ignorante de la ingeniería constitucional.

Con su mandato, los franceses se quedaron quietos en su cuarteada V República, creyendo que, reprimiendo un abuso, revolucionaron los usos. Frívolo y veleta, el flamante presidente ignoró que la legitimidad política (cosa distinta a la legalidad) fue lesionada y que el régimen de garantías quedó en entredicho. Gobernando sin el contrapeso del primer ministro izquierdista, libre de checks and balances, se propuso desmantelar el sistema de seguridad social. En un país donde no existían problemas serios ni conflictos notables, todo se fue al caño por pasarse de ocurrentes. Pronóstico deplorable, si se recuerda que, desde 1870 y a excepción del corto periodo que va de 1940 a 1944, la democracia francesa ha rodado con plena estabilidad, respetando a su Constitución como “ley de garantías” y rememorando, en una especie de plebiscito cotidiano, los principios esenciales de libertad de 1789.


¿Qué hacer? La pregunta leniniana le quiebra la cabeza a las corrientes progresistas. En su empeño por deshacerse de la derecha moderada, y seguir gozando del poder, Mitterand infló artificialmente en los años setenta a LePen, mediante componendas legales-electorales. Entonces, el líder ultranacionalista no pasaba de ser un bufón inofensivo. Pero el huevo de la serpiente se resquebrajó en el 2002 asomó por la hendidura una suástica. Que nadie se preste a engaño: unos por ingenuos y otros por maquiavélicos, dejaron crecer a la bestia. Los mismos que se asustan con las premoniciones apocalípticas. Frente a este panorama que capitalizó en su beneficio la derecha moderada, la socialdemocracia puede rearmarse ideológicamente y dibujar los trazos de una nueva estrategia política.

¿Cómo modernizar la socialdemocracia francesa? Se puede aprender de la técnica de marketing ideada por Peter Mendelson, que llevó al poder al Tony Blair de la Tercera Vía. Corrupciones aparte, este homosexual creativo supo conectar las ideas de su jefe con las demandas de renovación del electorado inglés. Se excedió pidiendo turbios préstamos personales para comprar su mansión en Noting Hill, pero, honor a quien honor merece, fue él y no Anthony Giddens, el diseñador exitoso de la socialdemocracia posmoderna y de la renovación del laborismo del Reino Unido. Al igual que el Moisés bíblico, Mendelson no pudo ver la tierra prometida, porque un periodicazo del Guardian, lo tumbó de su ministerio en 1998.

Para seguir siendo socialdemócratas, ya no es viable suscribir tres de los cinco principios clásicos, enumerados por Anthony Crosland en su libro Future of Socialism (1956): se vale sostener a estas alturas históricas el liberalismos social, la economía mixta y el compromiso con la igualdad social, pero han quedado rebasadas (menos en la oquedad de la cabeza de algunos trasnochados) las políticas económicas de corte keynesiano y el costosísismo Estado de Bienestar. Tal como lo ha hecho sus colegas ingleses, los socialdemócratas franceses deberían mantener su fe en la economía capitalista, o más bien en lo que he denominado el socialcapitalismo. Deben moderar la intervención del Estado, pero patrocinando una red amplia de seguridad social, destinado en primera instancia a proteger a las clases bajas. Es importante que dirija el superávit fiscal a los rubros del bienestar social y promueva la participación ciudadana y privada en las áreas donde el Estado hace las cosas mal, no las hace o las ejecuta de manera insuficiente.

Finalmente, debe abanderar y defender, contra el fascismo de nuevo y viejo cuño, un marco de derechos y libertades individuales, políticos y sociales que tengan su correspondiente carga de responsabilidades civiles y participación crítica de los ciudadanos. Como decía Salvador de Madariaga, si los alemanes toman en sus reflexiones como eje rector al poder, y los ingleses asumen como piedra filosofal el empirismo, los franceses meditan siempre en razón de la libertad. Pues bien, tras el ascenso escalofriante de LePen, los socialdemócratas de ese país, tiene que recordar que la libertad se encuentra aún en riesgo.    
A lo anterior, se debe añadir la renovación del lenguaje político. El laborismo británico logró sostenerse en el poder, entre otras razones, gracias a una línea discursiva  de gran calado, cuyo artífice fue Mandelson. Depurar el discurso electoral da resultados a corto plazo, sobre todo si se orienta al “policlasismo” y destierra el “monoclasismo”, al que se refiere Adam Przeworski. Es verdad que Jospin se acercó inteligentemente al centro ideológico, pero lo hizo con la gracia de un mastodonte en una coreografía de valet. No es suficiente con despojarse de la sombra del estatismo y la irresponsabilidad fiscal. Conviene desterrar debates artificiales y falsas disyuntivas como el que presenta la dicotomía igualdad/libertad. Amaytra Sen ha dictado cátedra en esta materia: los pobres no sólo son sólo desiguales sino menos libres que los ricos, porque sus oportunidades de elección se restringen considerablemente a falta de solvencia económica. En conclusión, la libertad también se democratiza en un país, moderando las disparidades sociales.   

A la centroizquierda francesa le faltó en la primera década del siglo XXI ser pragmática y mediáticamente progresistas. Es decir, articular bien su oferta electoral, y valerse de los medios de comunicación con inteligencia para difundir estos mensaje de renovación integral. Al menos en Francia, la centroizquierda no aprovechó entonces las tecnologías de la información y la comunicación (los llamados TIC´s), ya no solo como mecanismos de persuasión sino también como palancas del desarrollo y de la modernización nacional. Este fenómeno de menosprecio a las TIC´s es natural, si se toma en cuenta que, según el reporte Global de Tecnologías de la Información 2001-2002, presentado por el Foro Económico Mundial, Francia fue ejemplo de países con bajos niveles de aprovechamiento de estas tecnologías en relación con su nivel de ingresos.

Finalmentela la socialdemocracia francesa debió reunificarse. En aquel entonces, con Jospin, de haber competido en un mismo frente integrador, los partidos de izquierda hubiesen sumado más del 40% de los votos en la primera ronda. Con ese caudal de sufragios, Jospine hubiese sido el inquilino del Elíseo y LePen no hubiese pasado de ser un fantasma grotesco y ridículo. Pero uno propone y la ambición dispone. O lo que es lo mismo, varidades son amores, pero no buenas elecciones. Algo les podría servir a los seguidores de Jospin leer las propuestas que los autores del presente libro escribimos sobre la socialdemocracia. Esperemos que se les prenda en foco antes de que sea tarde para ellos, y la izquierda parisina, la de la mítica Rive Gauche, sólo alcance a entonar como triste réquiem suyos, las actuales condenas de Nicolas Sarkozy en contra de Francois Hollande. 

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