El
empate técnico entre Barack Obama y Mitt Romney es una ilusión que comparten
tanto el partido republicano – aún tenemos esperanza – como el demócrata – no
dormirse en sus laureles --, pero tal parece que en su fuero interno unos y
otros aceptan que la decisión popular está tomada. Es verdad que los candidatos
han enfilado baterías sobre los “swing states”, es decir, 11 estados indecisos
que Obama ganó en 2008 y que serán competitivos para las elecciones de 2012:
Colorado, Florida, Iowa, Michigan, Nevada, New Hampshire, Carolina del Norte,
Ohio, Pensilvania, Virginia y Wisconsin. Estos estados suman 146 votos del
Colegio Electoral. En 2008 Obama ganó todos ellos por un margen que osciló
entre 53% y 46%.
Sobre
esta meta dirigen sus estrategias para “conectar” con los electores, condensar
la esencia de su ideario, definirse idealmente como candidatos, captar el
momento histórico (cualquier cosa que eso signifique), transmitir optimismo,
apelar al futuro y mover a la acción. Mitt Romney concentró ese desiderátum en
un slogan que pretendió personalizar el protagonismo de la campaña en los
ciudadanos: “Belive in América”, frente al slogan de Obama, más realista y en
las antípodas del célebre “Change We Can Belive In”, un canto de batalla frente
al cual desluce el utilizado en la campaña del 2012: “Forward”, más corto de
miras y anclado la más prosaico posibilitismo.
“No
me ocupo de esa gente”: Romney espiado en la web
Las
posiciones ideológicas, enmarcadas en un ideario de campaña como agua potable
lista para beber por los electores, pueden sintetizarse en un incidente
protagonizado por Romney y que podríamos titular con su frase más señera: “Mi
trabajo no es ocuparme de esa gente”. En mitad de la campaña, la revista Mother Jones colgó en la web un video filmado con cámara oculta
durante una cena de recaudación de fondos ante judíos de Florida, en las que el
candidato republicano menospreciaba a votantes republicanos. Se refería a un 47
por ciento de la población de Estados Unidos que apoyan a Obama, “no pagan
impuestos” y que viven a expensas del Estado. A ellos no se dirigía su campaña.
David Brook, el conocido articulista de The
New York Times, criticó duramente a Romney por su enésima metedura de pata
y escribió en su columna: “Está llevando adelante una campaña electoral de
deprimente incompetencia” (…) “Se trata de comentarios de country-club”. Mitt
Romney como “Tonto de la Colina” (The
Fool On The Hill) según la canción de Paul McCartney.
Al
margen de la factura en desánimo de simpatizantes, el hecho resume al pie de la
letra el ideario del sector más duro del conservadurismo norteamericano. En sí
mismo, es un modelo retórico de pensamiento conservador. Sobre los potenciales
electores de Obama, Romney dice que “se creen víctimas, que el gobierno tiene
la responsabilidad de cuidarlos, y que creen que tienen derecho a una atención
sanitaria, alimentación y alojamiento o como lo quieran llama. Esos son
derechos y alegan que el gobierno debería dárselos y votarán por este
Presidente (Obama) sin importar qué haga” (…) “46 por ciento de estadounidenses
no liquidaron el impuesto federal sobre ingresos en 2011”. Sobre ellos su
programa de libertad a las fuerzas del mercado y a menos impuestos no pincha en
hueso. Luego, tras el diagnóstico, el ex gobernador de Massachusetts improvisa
un revelador programa de acción política: “Nunca lograré convencerlos de que
asuman responsabilidad sobre sí mismos”. En su supuesta retractación, Romney en
realidad ratifica desde otro ángulo su punto de vista: “Francamente, mi
discusión sobre la reducción de impuestos no es tan atractiva para ellos y por
lo tanto no es probable que los atraiga a mi campaña como los del medio. Lo que
tengo que hacer es convencer entre el 5 y el 10 por ciento en el centro que son
independientes”. Y termina con una perorata antiestatista de corte clásico:
“Creo que una sociedad en donde el Gobierno juega un papel cada vez más grande,
es el camino equivocado para Estados Unidos”.
En
el fondo, las frases de Romney , el Tonto de la Colina(que por su ligereza
intelectual no aciertan a ser una declaración de principios), plantean una
renovada cruzada contra el intervencionismo del Estado y la cultura ciudadana
derivada de esta deformidad estatista. La simplicidad con que se expone habla
de un proceso de quintaesencia, fácil de digerir, cómodo para masticar y
elemental para aplicar desde la Casa Blanca. Es la defensa del liberalismo puro
(Romney) frente al Estado de Bienestar europeo (Obama). Es el duelo eterno
entre la idea liberal clásica del inversionista, el norteamericano emprendedor
y los Padres Fundadores, contra el veterano de guerra, el pensionado, el
estudiante becado y los desempleados. En esos términos tajantes, Romney, a la
sazón un millonario moderado, más veleta que obcecado, pero sometido a la
brutal presión fundamentalista del Tea
Party, radicaliza su posición y se corre más a la derecha del
conservadurismo compasivo de Ronald Reagan. Y para remarcar el extremismo de
sus principios, nadie más que su candidato a Vicepresidente, Paul Ryan: “El
presidente Obama dice que cree en la distribución, pero Romney y yo no vamos a
distribuir la riqueza, nosotros vamos a ayudar a que los norteamericanos creen
riqueza”.
El
tablero de juego electoral le deja ventajas a Obama, porque le basta con
conservar su punto medio ideológico, cuando los extremos fueron ocupados
burdamente por Romney. Dice Obama: “No hay mucha gente ahí afuera que se crea
víctima. No hay mucha gente que piense que se les debe algo (…) Pero tenemos
algunas obligaciones para con los otros y no hay nada malo en dar y ayudar de
manera que una madre soltera pueda lograr que su hijo vaya a la universidad, a
pesar de que ella haya trabajado muy duro para ello”.
Lo
cierto es que en México estos debates se convierten en agua de borrajas; no son
más que polémicas retóricas, sin verdadera consistencia. Se suele acusar a los
sexenios de Carlos Salinas, Ernesto Zedillo y de Vicente Fox de neoliberales,
cuando no se apartaron ni un ápice del intervencionismo estatal, al menos en la
magnitud paternalista del gasto público en relación al PIB de sus respectivas
administraciones (¿se acuerdan de Solidaridad? ¿de Progresa? ¿de
Oportunidades?). A groso modo, puedo asegurar que el Estado Mexicano se ha vuelto
más grande, adiposo y desproporcionado, a pesar de las críticas infundadas de
cierta izquierda que cataloga como neoliberal al gobierno actual y de la
impresión general de que el Estado se ha empequeñecido o aligerado: un mito
genial. Los espacios del libre mercado en México se acortaron, no se
ensancharon con Felipe Calderón.
De
lo que debemos acusar a Calderón, y a los anteriores tres tripulantes del
gobierno mexicano, no es de neoliberales, sino de no saber qué hacer con tanta
manga ancha de la que dispusieron en sus respectivas administraciones. El
tamaño gigante del gobierno de Calderón arrojó paradójicamente como resultado
6.5 millones de mexicanos en pobreza alimentaria, 2.4 millones de desempleados,
14 millones de trabajadores informales y la tasa de crecimiento media más pobre
en la historia moderna de México: 1.91 por ciento en promedio durante el
sexenio calderonista. ¿Para qué le
sirvió a Calderón encabezar un Estado gigante, fuerte, altamente intervencionista,
si la deuda neta del sector público (interna y externa) se triplicó hasta
alcanzar 30 por ciento del PIB?
Sin
caer en provocaciones económicas, sin condescender en los traspiés ingenuos de
Mitt Romney, ni en los extremismos peligrosos de Paul Ryan, pero sí debemos
valorar en su justa dimensión, sin anteojeras ideológicas, los resultados del
Estado de Bienestar que proclama Obama, y si fortalecer a su gobierno le ha
redituado en beneficios tangibles a los más de 12.8 millones de desempleados
que viven en Estados Unidos. ¿Y si en algo acertó Romney? ¿Y si en algo atinó
ese “man of a thousand voices talking
perfectly loud, but nobody ever hears him? No seré yo quien le ponga el
cascabel al gato, pero ¿y si a pesar de todo Mitt Romney, el “Tonto de la
Colina” tenía razón?
Mitt Romney se sabotea solo
Como
estratega de campaña, experto en medios de comunicación, Stuart Stevens
entendió que el discurso de aceptación de la candidatura republicana de su
cliente, Mitt Romney debía marcar “un antes y un después” en el proceso
electoral. Sería el punto de inflexión, el kairos,
como lo denominaban los griegos helénicos, en el despegue de Romney hacia la
Casa Blanca. Sin tomar en cuenta al burocrático pull de redactores de discursos del comité de campaña de Romney,
delegó la redacción de esa pieza oratoria, que debía ser excepcional, a un
escritor versado en discursos presidenciales: Peter Wehner. De ese magistral
mensaje, Romney no utilizó ni media palabra. Fue como una señal de que las
cosas saldrían perfectamente mal en la convención republicana de Tampa.
El
único culpable del limitado éxito de la convención, al decir del núcleo duro de
Romney, fue Stuart Stevens. En parte, esta impresión fue construida por las
intrigas del ala más conservadora del Partido Republicano, por el propio
carácter irascible y poco conciliador de Stevens y porque cuando toca a la
puerta el fracaso, alguien tiene que fungir como chivo expiatorio que concentre
en sí mismo los errores de todos. Lo que nadie preveía en el equipo de Romney
era el escaso talento de Stevens para asumir culpas.
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