Yo le llevaba ventaja: la
experiencia que dan los años y la diferencia de épocas. Por eso yo sabía que lo
iban a matar y él no sabe que lo van a fusilar. Es la ley de la vida, esa que
nomás tiene uno prestada y por eso hay que vivirla intensamente. Fue hace una
semana en mi casa, frente a una botella de tequila Azul que se fue consumiendo
sin remedio. Se nos soltó la lengua porque la tarde era propicia para las
confesiones fuertes. Fernando Castillo escuchaba en silencio. Andrés Mijes veía
su reloj y asentía con la cabeza cada vez que yo mencionaba al difunto. Ramiro
nada más bebía.
Le han matado a su mentor, Santos
Degollado, y más que acatar ordenes superiores, marcha al monte a cumplir
justicia, un eufemismo que solemos decir cuando buscamos venganza. Monta con
buena mano de jinete un alazán tostado, y se arrisca el quepis con la visera,
ajusta al pecho la botonadura dorada y va a citarse con el general José María
Arteaga en el Monte de las Cruces, cerca de Toluca. Lo sigue la tropa leal,
varios cientos de hombres que no serán tantos para garantizar victoria y menos
si el enemigo, más experimentado en las artes de la guerra y las artes de la
vida, conoce el terreno para prepararle una trampa o una emboscada, lo mismo da.
Como es un liberal, se quita del cuello el relicario de la Virgen de los
Remedios, que le cuelga su madre: “Dirán que una cosa creo y otra predico”.
Pero ella insiste porque el relicario es milagroso y él, antes que liberal,
antes que general, antes que prometido, es un buen hijo.
Me tomé otro caballito de tequila
-- otro de varios que vendrían más tarde--, y Jesús Morquecho me pidió que
continuara sin dilación la historia. Yo viví sentimientos encontrados porque
las lecciones de valentía del joven general a mí me parecían imprudencias de
muchacho, pero no podía negar las dimensiones del acto heroico, a pesar de la
falta de experiencia del bisoño militar. Se desata el tiroteo en el paraje La
Maroma y justo al mediodía, el muchacho convertido en general cae prisionero:
el relicario de su madre manchado de sangre, la tropa dispersa, malherido el
alazán tostado, la suerte adversa.
Valiente o imprudente, no lo se,
el joven general enciende un puro mientras lo paran frente a frente ante el
Jefe del Ejército enemigo, Leonardo Márquez. “tiene usted media hora para
disponerse”, le advierten con tono marcial. El muchacho exhala una bocanada de
humo antes de responder a sus captores: “Yo no les hubiera dado ni tres
minutos”. ¿Para qué lo hace?” Me pregunté yo, y Andrés Mijes me respondió, sin
pensarlo dos veces, que lo hizo por entrón, por decidido y sin duda, por
heroico. Fernando Castillo compartió sus dichos y Ramiro levantó los pulgares
en señal de aprobación.
El joven general pide como última
voluntad un lápiz y una hoja y le escribe a su madre una carta sin lágrimas ni sentimentalismos:
“no se hace conmigo más que lo que yo hubiera hecho en igual caso”. Es el ojo
por ojo, el diente por diente de la guerra. En el joven valiente o imprudente,
no lo se, no hay odio sino una frialdad pragmática que no se dio luego ni en su
generación ni en la mía. Se niega a recibir confesión (“estamos perdiendo el
tiempo, padre y ustedes tienen qué hacer”) y pide con osada calma que regresen
a su madre el relicario de la Virgen de los Remedios: “al cabo no es muy milagroso”, dice con una irreverencia
que raya en la blasfemia, malcriados que son los jóvenes, ahora y siempre.
Minutos antes de que arrodillen al
joven general, de espaldas al pelotón de fusilamiento, antes de que se queje
porque lo matan como un traidor y luego de convencerse a sí mismo de que,
ultimadamente, “lo mismo da morir por delante que por detrás”, Jesús Morquecho
se incorporó ceremonioso de la mesa y alzó el caballito de tequila para pedirnos
a los presentes: a Fernando, a Junior, a Israel, a Andrés, a Ramiro y a mí, un
brindis por el joven general Leandro Valle, muerto en cumplimiento de su deber
el 23 de junio de 1861.
Nos terminamos la botella de
tequila y en silencio, bien callados no por el alcohol sino para sentir a fondo
el sinsentido de la historia, nos fuimos retirando de la mesa, mientras caía la
noche en Monterrey, y el joven general, Leandro Valle, valiente o imprudente,
no lo se, se mece a merced del viento, semidesnudo, acribillado a quemarropa,
colgado de un ahuehuete centenario en un monte perdido del Valle de
México.
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