Como el bibliófilo bien informado que es, Mentor Tijerina
nos recomienda un libro no traducido al español, pero que en Estados Unidos es
un golpe al epigastrio para la reputación de Barack Obama. “The Price of Politics” de Bob Woodward,
el legendario reportero Premio Pulitzer que destapó el caso Watergate en 1971,
y que con el paso de los años se ha convertido en un faro de orientación que
alumbra la enrevesada política de Washington: desde la Calle K, donde
hormiguean los lobistas hasta el Ala
Oeste de la Casa Blanca.
Le digo a Mentor que la figura de Obama me resultaba
atrayente por esa actitud muy suya de meditante zen, de contemplación y
recogimiento que en medio del fracaso de su política económica (uno de cada 6
estadounidenses está en la pobreza) casi lo desconecta del cotidiano trajinar
para alcanzar un estado de conciencia denominado por el budismo como samadhi, bien descrito en las enseñanzas
del maestro Krishnamurti.
“The price of Politics”
es un retrato hiperrealista del 44º Presidente de EUA: el zoom del autor exhibe
las arrugas, sinuosidades y defectos de un político que pareció desbancar a las
figuras míticas de los pesos pesados del poder, y acabó por ser uno más del
montón, sentado encima de 25 millones de desempleados y 16 billones de dólares
de deuda. El tema de Woodward, sin embargo, desplegado en 40 emocionantes
capítulos de su libro, es las contabilidad árida de la crisis económica, y el
mediocre manejo de Obama para gestionar la política fiscal y el gasto federal
ante los tiburones republicanos del Congreso. La responsabilidad del estropicio
fue de ambos bandos; la culpa es exclusiva del Presidente. ¿Por qué?
Barack Obama sufre un conflicto de personalidad. Sus traumas
de origen bien pudo haberlos
controlado con algo de astucia en cualquier otro oficio o profesión, pero
decidió ser político sin una vocación genuina por la negociación en corto y el
juego maquiavélico del toma y daca. Dice Mentor Tijerina que cuando las circunstancias
lo empujan a cabildear, el Presidente se enconcha, se inhibe, esconde la cabeza
para refugiarse en un marasmo pasmoso, desprecia hilar fino y se instala en la
zona de confort de su equipo cercano. Fue esta deficiencia de carácter y no una
hipotética conspiración republicana –que sin duda la hay – lidereada por ese
lobo de rígida ideología conservadora llamado John Boehner, la que fastidió la
intención de su gobierno de pedir prestado miles de millones de dólares más,
sólo para mantenerse a flote, y lo apartó lastimosamente de un segmento
importante de la clase empresarial.
Añada a los anteriores prejuicios del Presidente, su
fijación enfermiza en un solo tema (es monotemático), un agotamiento prematuro
de tiempo para cabildear, un déficit de entusiasmo, y una incapacidad innata,
disfrazada de suficiencia pontifical, para cerrar acuerdos a corto plazo con
los opositores. Por algo se dice que su gobierno creó la actual recesión. El
propio Bohemer lo explica en términos de vaquero del Wild West: “la última vez que discutimos en secreto en la Casa
Blanca el presupuesto federal Obama y yo, la diferencia de hábitos no podía ser
más notoria entre nosotros: mientras yo me despachaba una botella de merlot y
me fumaba un cigarro tras otro, el Presidente bebía té helado y masticaba
Nicorette (un chicle de nicotina para dejar el vicio de fumar)”.
La arrogancia de Obama no consiste en ser abstemio o evitar
los Marlboro rojo, sino que no empatiza con el otro; no busca congeniar con el
contrario. Tampoco se divierte con la política, como asegura Larry Summers, su
primer zar económico durante los primeros dos años de su administración. A
diferencia suya, animales políticos de raza como Ronald Reagan y Bill Clinton,
curtidos en los bajos fondos del poder, casi parecían desear los estancamientos
legislativos para precipitarse a los pasillos del Congreso, telefonear hasta la
madrugada a líderes opositores, emborracharse con ellos, cerrar tratos bajo la
mesa y ablandar con abrazos de oso a los más rejegos. Solían salirse con la
suya, ganar una legislación adversa e incrementar a un tiempo su nómina de
compadres: simpáticos truhanes.
Obama, en cambio, arrastró sus complejos clasistas hasta la
noche del 3 de octubre pasado, durante el primer debate con Mitt Romney. Como
siguiendo al pie de la letra las enseñanzas de Krishnamurti, con una dosis de
pasividad a lo Osho, el Presidente se abstrajo de la tensión circundante: bajó
los ojos a su ristra de notas, y entró en ese estado de conciencia en suspenso,
propio de sus hábitos zen. Pero dice Mentor Tijerina que nadie, menos el
Presidente de Estados Unidos, puede retraerse en su samadhi cuando el candidato opositor le está partiendo la madre.
Esa clase de pasividad suicida le hubiera llevado al propio Osho a pararse de
su mítico sillón para darle una cachetada. No se puede ser sublime siempre, a
tiempo completo, a riesgo de perder la presidencia y hasta la reputación.
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