No terminó la primaria y su
ortografía era un galimatías de leyenda. Pero lo suyo no eran las letras
–oficio de poetas, filósofos, periodistas y otros pobres de solemnidad – sino
los números y el olfato de sabueso. Boleaba zapatos, hacía mandados y acumuló
los demás clichés propios del self-made,
con el añadido de piscar algodón, cuando muchacho, en Texas, junto con sus ocho
hermanos.
Le gustaban los desayunos
frugales: dos huevos con frijoles espartanos y varias tortillas, su eterno menú
apenas clareara el alba, estuviera donde estuviera: en Monterrey, en Nueva
York, en París, o en Cerralvo. Ahí, en ese pueblo secuestrado ahora por
gavillas de cuatreros (como hijos de aquellos bandidos de Río Frío), fundó un
patronato memorable, de la nada y casi en medio de la nada, porque era afecto a
la vida pueblerina, aunque usara trajes cruzados, finos y caros, menos cuando
andaba por el monte con sombrero rustico y en mezclilla deslavada. Por cierto,
acumuló a lo largo de su vida mil 900 millones de dólares y su fortuna la
miraron con el rabillo del ojo los millonarios (que no emprendedores) de
pedigrí, nativos de este Estado de rompe y rasga. Algunos lo envidiaban. Otros
lo menospreciaban. Casi todos terminaron haciendo negocios con él.
A don Roberto González Barrera le
decían el Rey de la Tortilla, entre
otros apodos más o menos ocurrentes. Acaba de morir y sus cenizas llegarán a
Monterrey desde Houston donde le atendían de un cáncer de páncreas. Cuando creó
la empresa productora de alimentos de maíz más grande del mundo, con presencia
en más de 100 países, los molinos de nixtamal pasaron a ser antigüedades (no se
si para bien). De su capacidad para producir 40 tipos de harina y mil 200
tortillas por minuto, me contó un fiel colaborador suyo, a quien don Roberto
quiso mucho y que además es mi amigo: Cuautemoc Reyna.
De lo que más me cuentan es del
instinto de don Roberto: instinto para negociar con rudeza necesaria, olfato
para sacar la mejor ganancia, y para callar. En los negocios, los mexicanos
somos por lo general muy hocicones, pero don Roberto, en cambio, elevó la mudez
a la altura del arte: en todos los sentidos. Así procesó cada año dos millones
de toneladas de harina de maíz (que él inventó) y fuentes de trabajo para más de
20 mil empleados.
Pero la anécdota que traigo colación y que lo define de
cuerpo entero ocurrió casi al final de su vida, acaso ya con el quiste asesino
que lo llevaría a la tumba, porque no respeta fortunas. Tras el huracán Alex, entregó un donativo de 300
millones de pesos a los Estados del noreste de México. Al Gobierno de Rodrigo
Medina le tocaron algo así como 100 millones de pesos, contantes y sonantes,
para levantar en parte la infraestructura en ruinas.
Cuenta Leopoldo Espinosa Benavides
que don Roberto puso el ejemplo al Grupo
de los Nueve y a los empresarios que criticaban al gobierno, “para que les
dieran los contratos de proveeduría y las obras de reconstrucción”. Al final,
la victoria moral fue de don Roberto. Pero la victoria en contratos jugosos fue
para los empresarios criticones. Nadie sabe quiénes resultaron más ganones.
La nota apareció en los medios y
don Roberto no buscó ni esperó el reconocimiento general, condición vaporoso si
las hay. Al parecer, lo hizo de corazón. Solo días después, los gobernadores
del noreste se enteraron, a la chita callada, que don Roberto aportó otra
cantidad extra, con instrucciones precisas a sus incodicionales para que supervisaran
cada peso donado, para vigilar que fuese a parar a la reconstrucción y no recalara en los
bolsillo de políticos voraces, como suelen hacerlo en razón de los “usos y
costumbres” regionales.
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