17 agosto 2012

STORMTROOPERS Y LAS PERLAS DE LA POLINESIA


Hace unos días, entré a una tienda de personajes de cómic, ubicada en un centro comercial de Roberto G. Sada y Gómez Morín en San Pedro Garza García. Como trofeo de guerra, el dueño del negocio, un barbón sampetrino, erudito en superhéroes, exhibía dos bustos de plástico, edición limitada, de los Stormtroopers, soldados imperiales que actúan como tropas de asalto del Imperio Galáctico, en la saga cinematográfica de Star Wars. Ambos bustos, con su casco imitación metal, de color blanco, podrían ser la adoración fetiche de muchos fans de la obra cumbre de George Lucas, pero el precio inhibiría al más plantado: catorce mil pesos cada uno.

Otro Georg, éste de apellido Simmel, había seguido cien años antes el análisis marxista sobre la diferencia conceptual entre valor y precio, una disquisición filosófica que es el pan diario para los estudiantes de cualquier escuela de economía.

Pondré un ejemplo de la diferencia entre valor y precio. Todavía recuerdo que, siendo yo niño, el valor en los países occidentales de las perlas negras de Tahití era casi nulo, y un par de décadas más tarde su precio había ascendido en el mercado mundial a niveles exorbitantes: las damas de alcurnia ya desayunaban en Tiffany con las piedritas toscas cubriendo su cuello, cuando a los ojos de cualquier nativo polinesio no eran más que canicas negras cultivadas en las ostras oscuras de los Mares del Sur.

Pero al menos eran perlas. En el caso de los nietos de estas damas de alcurnia, la diferencia entre valor y precio se ensancha demencialmente: lo que se paga por unas cabezas de vil plástico, por muy Stormtroopers que sean, es aún más desproporcionado que las piedras de sus abuelas.

Sin embargo, cuando ayer llevé a mi sobrino a conocer la tienda de cómics en San Pedro, los dos soldados del Imperio Galáctico habían sido liquidados, para adornar seguramente el cuarto desordenado y oloroso a pizza de un geek sampetrino. ¿Qué quiero decir con esto? Que una vez más, el viejo Mark Twain acertó al decretar la primera gran ley de la acción humana: “Para hacer que un hombre codicie algo, basta con hacer que resulte difícil de obtener”.

No en balde, el canadiense William Vickrey ganó el Premio Nobel de economía en 1996 demostrando que en las subastas uno gana inevitablemente si desde el principio pujamos la cantidad máxima que estemos dispuesto a pagar por un artículo. La dificultad de obtener el producto eleva la puja de entrada. El mismo principio aplica para las subastas de eBay, por si algún usuario de Internet que me lea está interesado en el dato. 

Por varias décadas, el valor de la seguridad pública se pagaba a un precio justo en Nuevo León: con los recursos que el gobierno federal obtenía de nuestros impuestos directos e indirectos (predial, IVA, ISR, IETU, etcétera) se asalariaba a policías, se adquiría armamento, municiones y equipo, varios C4 y un C5, infraestructura de seguridad, sin contar los elevados gastos de la administración de justicia.

Ahora, el precio de la seguridad en Nuevo León es desproporcionado e injusto: pagamos mucho por un entorno público devaluado y ruin, en el que nos han metido sanguinarios Stormtroopers de carne y hueso. La tranquilidad de nuestras familias se ha vuelto más difícil de obtener que una perla negra polinesia y por eso la codiciamos tanto. Y pese al alto costo, los nuevoleoneses seguimos día con día, sin exagerar un ápice, en riesgo de morir asesinados.

El valor de la vida ha disminuido; su precio, en cambio, está por las nubes: ironías locales de una economía de muerte. 

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