07 julio 2012

VIDEOJUEGOS



Steven Johnson (Brooklyn, 1968) no es un pedagogo profesional pero está modificando las teorías clásicas de la pedagogía occidental. Sus tesis son polémicas pero levantan la aprobación de muchos adeptos suyos que leemos cada una de sus obras y seguimos sus conferencias como si fueran ejes de referencia para los actuales procesos de enseñanza- aprendizaje del siglo XXI.
Hace unos días pude conversar con él en México con motivo de la reciente traducción al español de su genial libro Everything bad is good for you, que gira en torno a una idea curiosa: contra lo que pudiera pensarse, la cultura popular (con sus series televisivas, videojuegos y chats que tanto escandalizan a los padres de familia) no solo no entorpece la inteligencia, sino que en realidad la perfecciona gracias a un entrenamiento cognitivo tan riguroso como el ejercicio mental que implica leer un buen libro.
Es verdad que para las generaciones anteriores, los medios masivos operaban como mero vehículo para trasmitir publicidad y entretenimiento. Sin embargo, en las últimas décadas, la cultura popular se ha sofisticado al grado de presentar desafíos intelectuales complejos para cualquier espectador que ya no se centra en desentrañar contenidos sino qué analiza lo que nuestro cerebro hace con ellos. En otras palabras, la cultura popular ha evolucionado a partir del principio de la interactividad.
Series de televisión como Los SopranoThe Wired, Seinfeld West Wing, entre muchas otras, difíciles de seguir por su decena de hilos argumentales, variedad de personajes y narrativa hipertextual, son el equivalente moderno a las grandes obras literarias de los años 60 y 70 como Conversación en la Catedral de Mario Vargas Llosa o Los Desnudos y los Muertos de Norman Mailer, que ponen a trabajar nuestro cerebro para descifrar lo que pasa en cada página o en cada escena. Tanto las novelas de entonces como las series de ahora nos exigen volvernos lectores activos, no pasivos, o parafraseando la clasificación misógina de Julio Cortázar: televidentes machos y no espectadores hembras, que se convierten, instantáneamente en coautores junto con los productores y guionistas televisivos.
Lo mismo pasa con Internet y los videojuegos: el uso cotidiano de estas tecnologías ha incrementado el coeficiente intelectual de los jóvenes, en comparación con el promedio de generaciones anteriores. Programas de Xbox 360 como Hitman y series como 24 nos hubiesen resultado muy difíciles de asimilar para la audiencia masiva de hace veinte años y ahora son moneda corriente para la imaginería juvenil de principios del siglo XXI.
El problema con este nuevo fenómeno positivo (aunque no lo queramos creer algunos maduros y analfabetas digitales) estriba en que la mayoría de los pedagogos y psicólogos lo estudian a partir de patrones metodológicos convencionales. De manera que analizan un videojuego cuestionándole a la antigüita su falta de narrativa, de secuencia, de tramas convincentes y personajes creíbles como si fueraCien años de soledad El ladrón de bicicletas, cuando un videojuego es otra cosa muy distinta y motiva otras habilidades más cercanas a la lógica matemática que a la literatura o el cine.
Con un videojuego el niño ejercita su cerebro en habilidades abstractas de probabilidad y causalidad además del reconocimiento de patrones; desarrolla a partir de un sistema de recompensas la exploración, el uso de un ambiente determinado, el diseño de estrategias y tácticas. Dice Johnson: con los videojuegos el niño aprende que “hay estrategias exitosas en el corto plazo que llevan a malos resultados en el largo plazo y estrategias no tan buenas en el corto plazo pero que llevan consecuencias positivas en el futuro”. Después ya el niño aplicará estas habilidades en sus relaciones personales y sociales.
Y en esta revolución de la cultura de masas, ¿cuál es el rol que deben jugar los padres de familia de Nuevo León? Dejar de fungir como meros censores que desperdician su tiempo escudriñando las posibles connotaciones sexuales de Los Simpson y mejor propiciar horas de lectura diaria para sus hijos con las que complementen su educación, además claro está de cubrir en familia esa fase igual de importante que ahora se le llama educación emocional.
Los niños se benefician más con el aprendizaje a partir de incentivos de buenos hábitos mediáticos y de lectura, que con prohibiciones sistémicas; en otras palabras, estimulen a sus hijos a buscar la luz en vez de concentrarse únicamente en jalarlos de las sombras. Steve Johnson dice lo mismo de forma coloquial: “Mientras mis hijos lean, hagan deportes y tengan amigos, no tengo ningún problema”.

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