Los medios
tradicionales pierden credibilidad día con día. Lejos quedó la Edad de Oro
cuando el símbolo de los periódicos era la dueña del Washington Post, Katharine
Graham: una mañana desayunaba amigable con Nixon y otra lo exhibía en una de
ocho hasta sacarlo de la Casa Blanca. Y todo por defender la verdad.
Un
supermillonario como Rudolph Murdoch, dueño de todas las empresas de comunicación
que terminan en Fox, es capaz de producir series de televisión como 24,
para convencer de que existe la tortura benéfica y es capaz de espiar celulares
ajenos para deleite de sus lectores.
Y uno se
pregunta si este déficit de ética pública lo marca el avance de las nuevas
tecnologías o es que los medios tradicionales están condenados a
desprestigiarse por sus propias culpas y no por causas ajenas a su voluntad.
Murdoch no se equivocó sólo al interceptar llamadas telefónicas por puro morbo,
sino al filtrar sus tendencias de derecha en cada programa de su docena de
canales de televisión y en cada página de sus diarios y en cada películas de
Century Fox.
Con blogs
o sin blogs, con o sin Facebook que les hagan desleal competencia, los
diarios de papel, así como la televisión y la radio, están en punto de crepúsculo.
Y su descenso no tiene fin ni aunque los defienda Jack Bauer, ese ranger
tecnológico de 24 matando a cuanto árabe le cierre el paso.
La opinión
pública dice que los medios son rehenes de los intereses creados. Pero siempre
lo han sido: Williams Randolph Hearts inventó la nota amarillista para provocar
que los gringos nos invadieran, sólo porque le habíamos expropiado unas hectáreas.
Desde entonces mucha agua ha corrido bajo el río, muchos muertos bajo tierra y
los medios siguen tan campantes pero la gente ya no cree mucho en ellos. Y eso
es porque hoy no defienden hectáreas sino cotización en bolsa.
¿Generalizo?
No, mientras los medios sigan marcando la elección presidencial del 2012. No,
mientras los comentaristas de la tele sigan, cada vez que entrevistan al
enemigo de su empresa televisiva, regañando sin cuartel a la pobre víctima, en
vez de hacer preguntas agudas (que para eso les pagan). Los periodistas o
reporteros son como esos gatilleros que se alquilan en cantinas para deshacerse
de los malquerientes. Son John Wayne con micrófono inalámbrico. ¿Generalizo?
No, mientras los locutores de la tele se erijan como mandamases morales,
dispuestos a linchar al enemigo de sus patrones. ¿Generalizo? No, mientras la
prensa escrita sesgue la nota, en favor de la mezcla de convicciones con
intereses de mala calaña. Y lo peor es que van por la vida como redentores o
perdonavidas.
Los medios
tradicionales mueren de inanición, pero algunos injustamente. O sea, pagan
justos por pecadores. Katharine Graham murió hace años y no existen tantos
santones de la comunicación que además sean dueños de ellos. Y es que los
medios fueron referentes morales por largas décadas, hasta que la vejez se les
vino encima, y ahora o se alinean al fenómeno blog y al posteo, o se quedan en
su torre de marfil, meditando cuestiones de dignidad mientras cobran con la
bendecida mano izquierda sus facturas empresariales. Otros medios de comunicación nacen y se reproducen por Internet, piden el relevo. Y van,
rápidamente, a matar al padre. Ya se ve cómo también existen parricidios benéficos.
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