La opinión de los testigos es
unánime: la madrugada del viernes 20 de julio de 2012 creyeron vivir parte del marketing de
la película; una representación escénica, cinematográfica, de comic clasificación “C”. Los primeros
segundos llegaron a ser incluso divertidos: eso le dijo un adolescente con el
brazo en cabestrillo a una reportera incrédula. Las cámaras de TV registraron
su inocente confesión.
Luego el humo embargó la sala 9, y
los cuerpos se desmoronaron uno a uno, en secuencia casi mecánica, antes de que
el caos desatara el tumulto. Las puertas del cine “Century 16” se
congestionaron de aficionados que huían despavoridos. En la pantalla todavía se
proyectó un par de minutos más la película The
Dark Knight Rises, cuyo sonido Dolby se confundió con los disparos y el
vocerío.
En mitad de la sala, un joven
provisto con una máscara de gas, dos revólveres, una escopeta y un rifle de
asalto que se le amartilló en el último momento, pluralizaba los estertores
masivos de la muerte. Se llama James Holmes, notable estudiante de doctorado,
dueño de gestos candorosos y fan de The
Joker (si atendemos sus mechones teñidos de naranja): otra representación
escénica, cinematográfica, del dark comic.
Mientras los héroes de ficción se vuelven patéticos, y Batman toma Valium contra la depresión y SpiderMan es un muchacho con complejos, los anti-héroes reales como
James Holmes se asumen villanos de historieta, los “malos” de Warner Bros o Marvel Universe.
Se entiende la confusión de los
sobrevivientes de la masacre de Colorado. Esa noche, “Céntury 16” era un
carnaval de disfraces del Hombre Murciélago. Se confundía la ficción con la
realidad; o más bien se encarnaba un simulacro de lo real. Un serial killer de cabellera naranja bien
podía pasar desapercibido entre tanto armamento de utilería, granadas de
plástico, máscaras antigás de hule-espuma. Quizá en otro espacio público, un
banco, una iglesia, una escuela, el mismo enmascarado de melena naranja y bien
pertrechado de municiones no hubiera pasado desapercibido para los cuerpos de
seguridad pública.
O quizá sí. Lo mismo en Los
Ángeles, California, que en Monterrey, Nuevo León, la realidad se puebla cada día más de fantasía, se anega de
irrealidad. Las tribus urbanas no son ya repertorios de moda underground, sino pasarela de disfraces
exóticos: darketos, trashers, emos, punks. Los jóvenes
fans de Tin-Tan en la Zona Rosa de la ciudad de México no se visten sino que se
disfrazan de pachucos: la diferencia es notable. Creen representar la
contra-cultura cuando son un mero apéndice del mainstream. Su supuesta radicalidad es una infantilidad. En Austin
me topé a media mañana a una amiga disfrazada de oso panda. Era miembro de una
ONG que se pronunciaba en contra del maltrato de animales exóticos, sufriendo
la injusticia de los humanos, según esto, en las propias carnes de las
víctimas. “Pero es que tu no eres una defensora cívica disfrazada de oso panda”
le dije,“eres una tonta vestida con un mameluco de peluche a media calle”.
Esos personajes infantilizados,
con los que Disney corrompió aquellos viejos cuentos de Perrault, Christian
Andersen y los hermanos Grimm, son emulados por los jóvenes de la generación
Net. El pato, el perro, el ratón anencefálico, es decir, sin cerebro maduro ni
conciencia, han viralizado su legado de inocencia perpetua, de inculpabilidad
irresponsable, a los seres humanos de principios del siglo XXI. “El traje es tu
personaje llevado a la vida real (sic)” declaraba un pobre muchacho
regiomontano al periódico El Norte.
El Furry como filosofía existencial; no personas sino “fursonas” que organizan
cada junio convenciones llamadas Anthrocon, en Pittsburgh, Pensilvania o el
Furcon, realizada cada enero en San José, California. Pronto, las mega-urbes
serán extensiones mejor o peor logradas de los parques de diversiones.
Las víctimas del atentado a las
Torres Gemelas, murieron frente al horror del terrorismo real. Los cinéfilos
asesinados en Colorado, cayeron frente al espanto del terrorismo irreal. El
futuro podría aguardarnos con una sociedad viviendo en un mundo de tira cómica,
a lo Disney, sin odiosas responsabilidades, sin compromisos de fondo que
fastidien a los jóvenes candorosos, donde lo único realista serán los cartuchos
9 milímetros de la próxima masacre, disparados por un fan demente y juguetón,
de la célebre caricatura en turno. Y un médico forense, con cabeza gigante de
cerdo simpaticón, escribirá en su bitácora de pruebas periciales: “eso es todo,
amigos”.
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