El próximo 2 de julio será casi inminente
el retorno del PRI al poder sin cortapisas. Samuel Huntington lo predijo hace
30 años: la “ola democratizadora”, un tsunami político de proporciones
globales, devastaría en los noventa a los regímenes autoritarios de Asia y
América Latina. México entre ellos. El viejo Huntington no se equivocó: Vicente
Fox entonces candidato presidencial panista, deshizo en un par de meses del año
2000 al PRI, esa Armada Invencible made
in México.
El partido hegemónico perdió la brújula.
Se pensó refundarlo, recomponerlo, restaurarlo. Agua de borrajas. Los más
realistas hablaron de muerte súbita y de su discreta y cristiana sepultura.
Artículo tras artículo le cantaron las exequias. Desinstalado del poder, el PRI
gastó su esencia. Natural; la maquinaria sexenal no era un partido: era un
entero. Expulsado de Los Pinos, los sectores del PRI se alinearían con el
gobernante en turno: la severa ley de la física del poder. Pero Fox, rudo de
modos, lánguido de carácter, se equivocó: no supo reagruparlos en un nuevo
proyecto de gobierno. Así fue y así nos fue.
El PRI volvió a perder en 2006 y pasó a
ser la tercera fuerza electoral. Remate de un fiasco: sobre la burla el
escarnio. Comenzó una diáspora de priistas a otras organizaciones, impensable
hacía menos de una década. Lo políticamente incorrecto era asumirse militante
de ese partido. Qué vergüenza. No era cool;
era cosa de abuelos en asilos. La izquierda y la derecha eran los nuevos
santones a quien reverenciar. Pero a espaldas del panismo triunfalista, que
dominaba apenas la epidermis del poder, corrientes ancestrales cavaban el
subsuelo de la gobernanza: el PRI ganó gobiernos estatales, alcaldías,
congresos locales. Fue una guerra de guerrillas electoral. Fue una resurrección
a paso lento. Fue el alzamiento de caciques. Y se enquistaron en cada región
del país, sorda, sutil, arteramente.
Y lo mejor: lo
hizo sin actos de contrición, sin pruritos democráticos, sin purgas de altos
jerarcas incómodos. De aquellos dinosaurios anecdóticos, los que no siguen en los
templetes de cada mitin tricolor es porque murieron, o acabaron por montar su
tienda en territorios enemigos. El éxodo no le inspiró al PRI un florecimiento
de su democracia interna. Guardó la armadura y la vieja lanza intacta para
embestir a sus viejos fantasmas. En menos de seis años, estaba de vuelta, como
MacArthur, como Patton, como Alien. Y el octavo pasajero volvió a sentarse en
las primeras filas. A buscar el mando. Con ese descaro, con esa destreza, con
el cinismo fresco del “decíamos ayer…”
¿Historia
gemela al PRI? El Partido Liberal Democrático de Japón. Como su clon mexicano,
la organización nipona recuperó el poder tras años de morar en las sombras. Dos
Reyes Leales destronados, por culpa de sus propios excesos. Fueron trayectorias
paralelas: ambos partidos dominantes, hegemónicos, salieron por piernas del
gobierno y volvieron como hijo pródigo, pero sin reformas en su plataforma, sin
dobles naturalezas, sin remordimiento, con las mismas prácticas de antaño.
¿Qué hizo
volver al PRI a los primeros planos? Razones sobran: en seis años de gobierno
azul los homicidios dolosos aumentaron 202 por ciento, los secuestros 388 por
ciento, la extorsión 209 por ciento, el robo con violencia 160 por ciento; el
de automóviles 220 por ciento. 44 por ciento de los mexicanos ya no salen por
las noches, 25 por ciento ya no toma taxis, 48 por ciento temen ser víctima de
un secuestro. Así ni como. ¿Otro porcentaje que también aumentó? El presupuesto
para combatir el crimen organizado: el más alto de la historia de México.
Ningún otro
partido político más que el PRI capitalizó este descontento social porque a los
mexicanos no nos gustan las revoluciones, despreciamos las reformas,
sospechamos de los cambios. Valoramos la nostalgia y apreciamos las revueltas;
el retorno a las viejas épocas y a ese mal hábito (la peor de las nostalgias)
de añorar el México de la mitología urbana, de la banderita, el sombrero y la
torta.
Se entiende
pero no se explica: esta elección del 2 de julio nos regresa treinta años
perdidos. Nos transporta a la foto del caballito de madera con papás a cada
lado y la tía quedada en luto permanente. Detrás un país de campanario, sumido
en la paz de los sepulcros. Votemos y ya: pero no tendremos nada qué celebrar. Nada
que festejar. Seamos bienvenidos a la década de los ochenta. Como los Bee Gees:
Stayin’ Alive.
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