El mejor sociólogo actual es un músico aficionado. Se llama Richard Sennett y tocó muy bien el violín por muchos años, hasta que una mala operación en la muñeca derecha lo incapacitó de por vida para seguir rasgando cuerdas.
Además es licenciado en literatura y ha perdido el tiempo como autor de novelas mediocres destinadas por anticipado a los saldos de librerías de viejo. De manera que se trataba de un fulano muy versátil o que simplemente no encontró a tiempo su orientación vocacional. Aunque, en amor a la verdad, Richard Sennett es un sociólogo que escribe sobre problemas sociales como quien narra una novela amena o interpreta suavemente una partitura de Paganini.
Pero lo más sorprendente en su trabajo de escritura digamos que casi artesanal, es que le ha atinado a todas y cada una de las tendencias que nos agobian a las nuevas generaciones de inquilinos del mundo durante el presente milenio, plasmadas a manera de apuntes y anécdotas en un portentoso libro que, dada su brevedad y punzante agudeza, se antoja leerlo casi a diario. Se titula La corrosión del carácter y explica cómo nuestra concepción laboral se ha modificado rotundamente, o al menos eso nos queremos hacer creer.
El contraste en el ámbito laboral de nosotros y nuestros ancestros en la primera década del siglo XX abre brecha en la historia de la humanidad, que rebasa en muchos sentidos a la que se experimentó en los años sesenta y setenta, las décadas de los hippies, el LSD y Los Beatles. Si nuestros padres fueron asalariados de (cuando mucho), una o dos empresas en su vida, nosotros nos enfrentamos a una frecuente rotación de empleos. Si ellos se ufanaban de cumplir bien su oficio a merced de una rutina eterna, nosotros debemos tener la actitud abierta de cambiar habilidades constantemente. Si la meta de ellos era llegar con buena salud a la ansiada jubilación, la nuestra es no formar parte del próximo reajuste laboral. Si la máxima de las generaciones pasadas era ser leal a la empresa donde trabajaban, la nuestra consiste en no entregarnos a los superiores jerárquicos.
Antes el nombre del juego se llamaba estabilidad burocrática; ahora se llama movilidad. Lo que antaño era rígido ahora es dinámico. Las programaciones de vida a largo plazo ahora se restringen a planes personales difíciles de rebasar un año. Es la actualización y no la experiencia lo que exige el actual mercado laboral.
Este mensaje sería típico de cualquier couch del Tec, si no fuera porque sus consecuencias, según Sennett están acabando con las relaciones familiares, los entornos sociales y el rostro del mundo. El empleado moderno gravita en una incómoda sensación de transitoriedad. Se contagia como plaga la enfermedad mental de la angustia existencial, porque nada está sólido bajo los pies y la confianza en uno mismo, en lo que somos y hemos llegado a ser con el paso del tiempo (nuestra narrativa, como la bautiza Sennet) se corroe bajo el efecto de la precariedad.
"No llegar nunca a ninguna parte”, “volver siempre a empezar de cero", nos cuenta Sennett, "confrontados con un éxito apenas insignificante o con la imposibilidad de obtener recompensa por los esfuerzos realizados: en todos estos estados emocionales, el tiempo parece estancarse y la persona en este atolladero se vuelve prisionera del presente, fijada en sus dilemas."
Es entonces cuando ante la imposibilidad de remediar su problema de ubicación moral, el empleado moderno limita sus metas al día a día, y su atención se dedica exclusivamente a darle vuelta a sus circunstancias inmediatas, por ejemplo: cómo quedar bien diariamente con sus superiores para que no lo cesen, cómo navegar en la zozobra del mercado, etcétera.
A esta reacción traumática de excesiva atención focal en un solo punto, la psicología social la categoriza como "disonancia cognitiva". El resultado es la pérdida de identidad o su sustitución por una incesante reinvención de la propia personalidad.
El trauma de atención focal o disonancia cognitiva se agudiza en sociedades como la regiomontana porque la ansiedad que experimenta el empleado en Nuevo León es peor, dada la dificultad educativa de nuestro entorno para actualizar la mano de obra en la variación de oficios o talentos que demanda el mercado laboral, o en razón de los más que frecuentes reajustes de plantillas empresariales.
A este cuadro se suma el incremento de la tasa de desempleo y, cuando se tiene, de precarias prestaciones laborales. Psíquica y económicamente la angustia de ponerse al día provoca daños en el tejido familiar y en la confianza social que no puede subsanar ninguna política pública.
El carácter, que se define como la articulación de integridad moral y de capacidad personal para crear narrativas coherentes del yo, se vuelve motivo de nostalgia y un bien escaso que, cuando lo tuvimos, no lo supimos apreciar, dominados hipnóticamente por el mercantilismo sin brida y el modelo empresarial norteamericano, ventajista, autoproteccionista y unidireccional.
Y tal parece que este tétrico futuro, tal como nos lo dibuja Richard Sennett, más que una tendencia, será una realidad monocorde y sin escape por el resto de nuestro incipiente siglo y la tónica distintiva de las sociedades modernas.
Además es licenciado en literatura y ha perdido el tiempo como autor de novelas mediocres destinadas por anticipado a los saldos de librerías de viejo. De manera que se trataba de un fulano muy versátil o que simplemente no encontró a tiempo su orientación vocacional. Aunque, en amor a la verdad, Richard Sennett es un sociólogo que escribe sobre problemas sociales como quien narra una novela amena o interpreta suavemente una partitura de Paganini.
Pero lo más sorprendente en su trabajo de escritura digamos que casi artesanal, es que le ha atinado a todas y cada una de las tendencias que nos agobian a las nuevas generaciones de inquilinos del mundo durante el presente milenio, plasmadas a manera de apuntes y anécdotas en un portentoso libro que, dada su brevedad y punzante agudeza, se antoja leerlo casi a diario. Se titula La corrosión del carácter y explica cómo nuestra concepción laboral se ha modificado rotundamente, o al menos eso nos queremos hacer creer.
El contraste en el ámbito laboral de nosotros y nuestros ancestros en la primera década del siglo XX abre brecha en la historia de la humanidad, que rebasa en muchos sentidos a la que se experimentó en los años sesenta y setenta, las décadas de los hippies, el LSD y Los Beatles. Si nuestros padres fueron asalariados de (cuando mucho), una o dos empresas en su vida, nosotros nos enfrentamos a una frecuente rotación de empleos. Si ellos se ufanaban de cumplir bien su oficio a merced de una rutina eterna, nosotros debemos tener la actitud abierta de cambiar habilidades constantemente. Si la meta de ellos era llegar con buena salud a la ansiada jubilación, la nuestra es no formar parte del próximo reajuste laboral. Si la máxima de las generaciones pasadas era ser leal a la empresa donde trabajaban, la nuestra consiste en no entregarnos a los superiores jerárquicos.
Antes el nombre del juego se llamaba estabilidad burocrática; ahora se llama movilidad. Lo que antaño era rígido ahora es dinámico. Las programaciones de vida a largo plazo ahora se restringen a planes personales difíciles de rebasar un año. Es la actualización y no la experiencia lo que exige el actual mercado laboral.
Este mensaje sería típico de cualquier couch del Tec, si no fuera porque sus consecuencias, según Sennett están acabando con las relaciones familiares, los entornos sociales y el rostro del mundo. El empleado moderno gravita en una incómoda sensación de transitoriedad. Se contagia como plaga la enfermedad mental de la angustia existencial, porque nada está sólido bajo los pies y la confianza en uno mismo, en lo que somos y hemos llegado a ser con el paso del tiempo (nuestra narrativa, como la bautiza Sennet) se corroe bajo el efecto de la precariedad.
"No llegar nunca a ninguna parte”, “volver siempre a empezar de cero", nos cuenta Sennett, "confrontados con un éxito apenas insignificante o con la imposibilidad de obtener recompensa por los esfuerzos realizados: en todos estos estados emocionales, el tiempo parece estancarse y la persona en este atolladero se vuelve prisionera del presente, fijada en sus dilemas."
Es entonces cuando ante la imposibilidad de remediar su problema de ubicación moral, el empleado moderno limita sus metas al día a día, y su atención se dedica exclusivamente a darle vuelta a sus circunstancias inmediatas, por ejemplo: cómo quedar bien diariamente con sus superiores para que no lo cesen, cómo navegar en la zozobra del mercado, etcétera.
A esta reacción traumática de excesiva atención focal en un solo punto, la psicología social la categoriza como "disonancia cognitiva". El resultado es la pérdida de identidad o su sustitución por una incesante reinvención de la propia personalidad.
El trauma de atención focal o disonancia cognitiva se agudiza en sociedades como la regiomontana porque la ansiedad que experimenta el empleado en Nuevo León es peor, dada la dificultad educativa de nuestro entorno para actualizar la mano de obra en la variación de oficios o talentos que demanda el mercado laboral, o en razón de los más que frecuentes reajustes de plantillas empresariales.
A este cuadro se suma el incremento de la tasa de desempleo y, cuando se tiene, de precarias prestaciones laborales. Psíquica y económicamente la angustia de ponerse al día provoca daños en el tejido familiar y en la confianza social que no puede subsanar ninguna política pública.
El carácter, que se define como la articulación de integridad moral y de capacidad personal para crear narrativas coherentes del yo, se vuelve motivo de nostalgia y un bien escaso que, cuando lo tuvimos, no lo supimos apreciar, dominados hipnóticamente por el mercantilismo sin brida y el modelo empresarial norteamericano, ventajista, autoproteccionista y unidireccional.
Y tal parece que este tétrico futuro, tal como nos lo dibuja Richard Sennett, más que una tendencia, será una realidad monocorde y sin escape por el resto de nuestro incipiente siglo y la tónica distintiva de las sociedades modernas.
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