26 junio 2012

LAS MAÑANAS DE DICKENS

En los años 40 del siglo XIX, Charles Dickens era un joven disciplinado que frisaba los 30 años. Madrugador y elástico salía a caminar 20 o 30 kilómetros diarios, sólo o acompañado con uno o dos amigo, generalmente con Thackeray.


Usaba una indumentaria rayando en lo exótico, estampada y colorida colores pastel para sobresalir del resto de los transeúntes, pero era su magnetismo natural, aunada a la imantación que activa la celebridad suya como novelista lo que lo hacia blanco de atención de los paseantes. Tenía un humor recio y simpático al mismo tiempo así que no escatimaba saludos ni inclinaciones amables de cabeza a caballeros y damas que se cruzaban por su camino.


Caminaba por los barrios más sucios y miserables de Londres observando a su alrededor sin hacer distinción de trato con quien lo saludaba.


Solía contraer una gripe persistente a pesar de su condición de deportista. Le gustaba bromear con esa dolencia suya: "tengo la nariz una pulgada más corta que el martes pasado, de tanta fricción".


Se acababa de trazar en el Londres de 1840, Oxford Street y Finchly Road, pero lo que más gustaba a Dickens era callejonear por las zonas más tétricas y desoladas que conocía como la palma de su mano; visitaba los asilos, las casas humildes, las cárceles donde los pobres se hacinaban en un ambiente sin redención, como entonces, como ahora.

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