¿Quién ganó el debate presidencial de ayer? En
México los debates no los gana nadie porque no existen indecisos sino electores
que no quieren revelar sus preferencias. Muy apenas se arma un rosario de
chistes sobre candidatos por parte de twitteros que esbozan frágiles tendencias
electorales. Pero en el mejor de los casos, los candidatos sólo convencen a sus
simpatizantes de antemano convencidos. Y es que al margen de sus alcances discursivos (muy pobres) culturales (no muchos) políticos
(muy retorcidos) económicos (muy elementales), el político mexicano no sabe
conjugar el verbo debatir.
Es comprensible: en México
no hay cultura del debate. En Estados Unidos, entre elecciones primarias y
elecciones abiertas, un candidato presidencial debatirá en promedio 35 veces en
su vida; en Francia lo hará 28 veces; en Inglaterra un Primer Ministro lo hace
casi a diario en contra del opositor gabinete en la sombra (shadow cabinet).
Los grandes polemistas en
México, Nemesio García Naranjo, Alejandro Gómez Arias, y más recientemente
Heberto Castillo y Carlos Castillo Peraza son ya leyendas lejanas. ¿Cuántas
veces han debatido en su vida Vázquez Mota o Peña Nieto? Muy pocas. Y en el
caso del pobre Quadri, ninguna, tan esmerado en fungir apenas como maestro de
ceremonias en un quinceaños. No repararé en el extraño comportamiento del
emisario de Elba Esther, más esmerado en darle un golpe de Estado a Javier
Solórzano para sustituirlo como moderador y luego erguirse como el único debatiente
en el mundo que pide la solidaridad forzada de sus opositores para sus ideas
fútiles. Una nulidad bien estudiada que se resigna a plantear proyectos nimios
como rampas personales hacia posibles “gobiernos incluyentes”.
Andrés Manuel López Obrador
es de urdimbre distinta: aunque se ha ejercitado en innumerables debates, sus
argumentos son más arengas didácticas a sus paisanos de Macuspana que
razonamientos dialécticos (sus acólitos se aferran a su palabra porque, dicen,
es el menos malo). Las tesis de López Obrador son como los uróboros, esos seres mitológicos que se muerden la cola: “la
corrupción es mala porque genera corrupción”. “El Estado benefactor tiene que
beneficiar a los beneficiados”. Lo suyo no es demagogia; es tautología:
reiteración no de redentor sino de anti-ilustrado; persistencia no del
iluminado sino del espíritu llano. No es condenable su rechazo visceral e
instintivo en contra de los privilegios burocráticos. Es que pincha en la
epidermis y no penetra en el nervio de la problemática social: desconoce el
pensamiento complejo. Se dirá en su defensa que existe la inteligencia intuitiva, que no requiere de conocimientos superiores
y que ha sido bien explicada por Malcolm Gladwell en su libro Blink (2005): esa captación de la verdad
en dos segundos de la que gozan mentes tan agudas como la de Luiz Inácio Lula
da Silva. Pero Andrés Manuel no es Lula. Punto. Chistes de twitteros: “Si #AMLO
conoce todos los municipios del país, sería un buen repartidor de Coca-Cola”.
Josefina Vázquez Mota, la
Pacquiao de la noche, pretendió debatir y batirse: contrastó propuestas, puso
en solfa al contrario; azuzó y provocó. Pero aceleró en un sprint final lo que ralentizó en dos meses perdidos: olvidó que las
ideas tanto como las acusaciones tardan en sedimentarse en el electorado; son
virales, por eso se prodigan a lo largo de una campaña. Ella quiso tirar de un
solo escopetazo verbal sus desquites en contra de Elba Esther; sus lealtades
tirantes al Presidente Calderón; sus denuncias a los dos punteros (“dos caras
de la misma moneda”); sus fotos de cómplices maleantes; sus documentos de
espionaje facilitados por el CISEN; sus guiños a Javier Sicilia, sus filias,
sus fobias, y hasta su amistad (esa sí real) con el occiso Germán Dehesa:
“Montiel, ¿como puedes dormir tranquilo?” Demasiados géneros para vender en una
sola exhibición. Mas una tontería parlamentaria: proponer la eliminación de la
representación proporcional. Chistes de twitteros: “Si los cuatro fueran
mujeres, #JVM seguiría siendo la más mustia”.
En las intervenciones
desdibujadas, pálidas (a pesar del bronceado) de Enrique Peña Nieto late una
obra obscura pero con párrafos magistrales: “La sociedad del espectáculo” de Guy Debord. Este admirable teórico
y filósofo de la política (me refiero a Guy no a Peña) advirtió desde 1967, que
el ser comenzaba a declinar en tener, y el tener en simple parecer: “Todo lo
que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera
representación”. Es decir, no es que Peña signifique el regreso del PRI autoritario
y represivo, como se lo reprochó Josefina, sino que es apenas el retorno de una
representación visual del PRI: “una colección de imágenes antiguas”; o más bien
una relación política “entre personas mediatizadas por vanas imágenes”. El PRI
antiguo hubiera probado sin chistar la reforma laboral, energética y fiscal,
como se lo reprochó Josefina a Peña. Pero en su actual candidato-imagen, el
partido se monta en la cresta de la ola y surfea discreto. Es el método zombi
de ganar elecciones. Y hasta ahora, funciona. Chistes de twitteros: “#EPN no
llegó al debate, llegó sólo el teleprompter”.
Ninguno de los cuatro
candidatos presidenciales de anoche fueron a Guadalajara porque los
representaron sus clichés, los lugares comunes que se creen réplicas ocurrentes,
los monólogos que se autoexcluyen sin pasión ni compasión; los discursos sordos
que se encierran en el baño para discursear soliloquios, y el pensamiento único
como “un retrovisor que ve para atrás” (EPN dixit),
en busca de un argumento mínimo. Una pasarela de asuntos ausentes, no de temas
presentes: AMLO olvidando el artículo de The
Guardian; Peña absolviendo tácitamente a Montiel; Quadri (supuesta voz
ciudadana) fingiendo no ser pantalla de una franquicia familiar. Todos
desdeñando la memoria de los más de 60 mil muertos a causa de la violencia
impune en este sexenio. Y una certeza: a una semanas de la elección la disputa
será entre Peña Nieto y López Obrador.
Lástima por Josefina.
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