Se graduó con mención honorífica
en Economía en el Tec de Monterrey, pero lo que sabe de números lo aprendió
jugando poker. Lo conocí en Matamoros, hace 21 años, diez meses y seis días,
sentado en la mesa de un casino clandestino y mezclando los 52 naipes y los 2
comodines de un mazo partido por la mitad. Tenía buena mano: menos que un
profesional y más que un aficionado. Pero ahora sé que traía cartas marcadas.
Le gustaba aquella canción
setentera, del Viejo Oeste: “The Gambler”
(“El Jugador”). Cuenta un vaquero que viajando en tren, un viejo tahúr le dio
un consejo a cambio de un trago de bourbon: “Si vas a jugar, muchacho, tienes
que jugar bien. Todo jugador aprende que el secreto para sobrevivir es saber
qué cartas tirar y qué cartas
guardar. Porque cada mano es ganadora y cada mano es perdedora”.
La mano del político jugador era
ganadora. Así lo creía él. Años más tarde fue dirigente del PRI estatal, y en
1993, se postuló para alcalde de Matamoros. Ganó sin mover un músculo de la
cara. Eso sÍ, hablaba mucho sin decir nada: una variable del tahúr callado. Se
granjeó la confianza del entonces gobernador tamaulipeco, aficionado al
chamanismo y las prácticas de curanderos, antes que a mandar. Lo metió a su
gabinete: supo aguantarle la mirada y no mostrar su juego. Si el viejo chamán
le pedía lluvia, el político jugador hacía llover. Y lo nombró por dedazo
candidato al gobierno de Tamaulipas.
Jugó fuerte como gobernador con
extraños compañeros de mesa. Llegó a visitar el rancho del gobernador texano,
pasando el Río Bravo: se decían compadres. Luego el sureño se volvió sheriff
del mundo y le perdió la huella. Al político jugador no le importó: para
entonces utilizaba a terceros en el lavado de dinero y en ser sobornado. Era
del tipo de hombres que guardan la soga de la horca en el granero y el
crucifijo en el último cajón de la cómoda.
Pero decía estar tocado por la
gracia de Dios. Tanto que al terminar su sexenio, echó el resto y anunció que
quería ser Presidente de México. No logró la candidatura del PRI, pero juntó
sus fichas: compró yates, condominios de lujo en Estados Unidos, centros
comerciales, gasolineras y terrenos exclusivos en San Antonio, Texas. La suerte
estaba con él y justicia no había ni cerca de Dios Padre.
Hasta que la DEA le siguió los
pasos. Lo acusó de ser cómplice de bandas de maleantes. Dicen que lo denunció
un testigo protegido vinculado al narco. El gobierno federal guardó silencio
pero lo cierto es que, en mitad de las campañas presidenciales, el principal
jugador del PRI no podía arriesgarse, por culpa suya, a perder lo ganado.
Habían apostado mucho dinero en pos de Los Pinos: el oro de Mackenna. Pero el
político jugador seguía como efigie, con su cara de poker: ”Ésta es apenas la
mitad de mi trama”, alardeaba, “no mi desenlace”.
Lo citó en privado el Presidente
nacional del PRI, junto con otros exgobernadores de Tamaulipas. Sentados en
torno a una mesa ovalada, como en cantina de pueblo. Cada acusado se defendió
mal que bien frente al dirigente, que repartía cartas de absolución en calidad
de dealer. Menos el político jugador
que decía tener un as bajo la manga. Un duelo al sol. Fue soberbio: se levantó
de la mesa alegando trampa y se retiró del juego.
Lo que siguió está impreso en los
periódicos: el PRI le suspendió su militancia en ese partido, y es seguro que
lo expulse de sus filas en los próximos días. Y lo peor: el gobierno de Estados
Unidos está a punto de procesarlo como forajido. La larga mano divina lo
alcanzaría tarde o temprano. Y él sin darse cuenta que su litigio penal no es
parte de la trama: es su desenlace.
De los consejos que el viejo tahúr
le dio al vaquero en la canción del Viejo Oeste, el político jugador de
Tamaulipas los siguió todos, al pie de la letra. Menos uno: “Nunca cuentes tu
dinero cuando estás sentado en la mesa, ya habrá tiempo suficiente para
contarlo cuando tu juego haya terminado”.
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