Conozco a más de un aspirante a líder revolucionario que quiere emular en su propio país la hazaña tunecina y egipcia. Con o sin dictador al frente, la moda es mover el tapete a los gobiernos corruptos y aderezar la insurrección doméstica con heroicas proclamas dictadas a los medios internacionales.
La cosa sería valedera y hasta legítima de no ser por un bemol: en lo que Manuel Castell define como “wikirevolución del jazmín”, los protagonismos con micrófono adherido a la solapa, salen sobrando. Lo más cercano a esta figura, más anticuada que un gentleman con bombín y zapatos de piqué, es Mohamed Elbaradei. Con gesto de mártir que acepta arrojarse al mar embravecido, pero sin desabotonarse la camisa ni aflojarse la corbata, este premio Nobel de la Paz (por su lucha contra la proliferación de armas nucleares) y ex director de la Agencia Internacional de Energía Atómica, ha declarado muy orondo su sacrificio de dirigir el proceso de transición y lanzarse como candidato presidencial.
Los muchos protestantes muertos, mutilados y heridos, parecen no reparar en la injusticia irónica de haber dejado jirones de su vida y su cuerpo en las baldosas ensangrentadas de la plaza Tahrir (plaza de la Liberación) en favor de una libertad en la que Elbaradei ahora estampa su firma y su heráldica, con cara de profeta afligido por los cientos de víctimas a quienes conoció recientemente por televisión.
Los mismos protestantes egipcios parecen olvidar un principio elemental que se impusieron en su heroica gesta: cien son mejor que uno. En otras palabras, la multitud abriga más sabiduría que el más sabio de sus integrantes, así tenga la testa coronada por Estocolmo. La diferencia entre estas protestas sociales y las anteriores registradas en la historia consiste en que en las recientes no hay primus inter pares: no ha primeros entre iguales. En realidad, la democracia en Egipto ha izado sus banderas no gracias a un líder carismático y de verbo flamígero, sino gracias a la adhocracia. Sé que al toparse de súbito con esta palabra, más de un lector alzarán las cejas; yo también las alcé cuando la leí por primera vez y corrí a rastrarla en Google.
Adhocracia quiere decir ausencia de jerarquía y el término lo popularizó Alvin Toffler en su best seller “El shock del futuro”. Suele usarse en teoría administrativa para definir a las organizaciones flexibles, descentralizadas y antiburocráticas, donde sus directivos cuentan con el mismo nivel de autoridad en la toma de decisiones y predomina la colaboración simple. Implantada en la esfera política, la adhocracia crea estructuras temporales, no complejas, para resolver un problema social concreto. Luego se diluyen o se metamorfosean en uno o más cuerpos organizativos diferentes para la consecución de otros fines.
La ausencia de cabezas visibles o protagonismos definidos en los movimientos sociales de Túnez y Egipto (a pesar de Elbaradei) es una de las pruebas de que los actos de insurrección en esos países árabes fueron alentados y comunicados masivamente por las redes sociales, por lo que pueden ser bautizados como revoluciones twitteras. Es decir, son adhocráticas. Y sin adhocracia no hay nuevos medios. Así de simple. Basta recordar que la web está compuesta de nodos interconectados, sin que ninguno de éstos sea el principal o central. En las redes sociales la adhocracia es una denominación de origen. De manera que si algún lector quiere alentar desde Facebook o Twitter una revolución para derrocar al mal gobierno de su país, estado o municipio, tenga presente que su acto precursor será anónimo o no será. O, como decían tres personajes de Alejandro Dumas: “Todos para uno y uno para todos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario