Las redes sociales no inician por sí mismas movimientos populares. Esta simple verdad parecen olvidarlo los detractores de Internet como vía de expresión ciudadana en insurrecciones como la de Moldavia, Irán, Túnez y Egipto. Pero lo que sí hace la tecnología es mejorar la comunicación de las masas y difundir ampliamente su mensaje crítico. Internet es la consecuencia, no la causa: ese es un trending topic. Los ciudadanos canalizan su hartazgo individual a través de las redes sociales y caen en la cuenta de que su insatisfacción es generalizada: no están solos. Se evapora así la sensación de aislamiento humano y aquello que canta John Lennon en su canción Isolation: “We´re afraid to be alone” para entender que, finalmente “The world is a little town”.
No otra cosa hizo la imprenta (una tecnología que personalmente me atrae por razones obvias) en los cambios sociales que experimentó la sociedad del siglo XV, y siglos después los movimientos independentistas de América Latina. La palabra impresa es una tecnología y otra lo es la organización social moderna. Luego, en pleno siglo XX, la imagen que fue la bases del cine y luego la televisión (otras tecnologías) compitió con la imprenta para agitar (o adormilar, según sea el caso) las conciencia social. En el siglo XXI, la nueva tecnología, que no es más que convergencia de medios, o cross-media, está provocando que los movimientos sociales, sanos o insanos, puedan exponenciar sus alcances de difusión masiva y convencer a la mayoría de la gente afectada por gobiernos represivos y antidemocráticos que gracias al Internet el mundo se está convirtiendo en un pequeño pueblo.
¿Provocaron, pues, las redes sociales la insurrección popular en Egipto? Indudablemente no, pero sí sirvieron para que los insurrectos se organizaran más rápido (las revoluciones suelen hacerlas los jóvenes y en los países árabes estos conforman más del 20 por ciento de la población) y que el Presidente Hosni Mubarak perdiera los estribos, reprimiera a sus ciudadanos-súbditos que ha gobernado por 30 años, asesinara a más de 100 personas en un par de días y la sociedad egipcia esté al borde de la ingobernabilidad. La medida que tomó Mubarak fue la más ingenua que puede decidir un gobernante: censurar el medio de comunicación, en este caso apagando el botón de Internet, como si la red fuera culpable de la desestabilización política, además de prácticas como robar contraseñas de opositores en Facebook y Gmail.
Antes de Twitter, que concentra en una plataforma lo que antes se dispersaba en muchos sitios web, el medio de comunicación preferido para convocar a actos masivos, al menos en Europa, fueron los SMS, enviados a través de dispositivos móviles, en especial los smart phones. Los mensajes, apoyados también con buzz (boca a boca) formaban una red logística descentralizada, denominada smartmob, multitud inteligente, participativa y responsable, que es la versión de activismo político del flashmob (multitud instantánea que se reúne para actos sin sentido) y suele vadear los medios de convocatoria convencional para armar cadenas de manifestantes. Este fenómenos social de autoorganización fue analizado por Howard Rheingold en su libro: “Smart Mobs: The Next Social Revolution” y un año más tarde se creó floksmart.com en San Francisco, página web para organizar concentraciones.
Recuerdo la primera vez que presencié una acción masiva de este tipo en el otoño de 2004: cenaba en una de las terrazas de Plaza Mayor en Madrid, cuando cientos de jóvenes maquillados como mimos y embadurnados de pintura roja, simulando sangre, se arrojaron al piso, alrededor de la estatua de Felipe III. Ninguno de los jóvenes habló; se levantaron al cabo de cinco o seis minutos y se marcharon ordenadamente por calle Mayor. ¿Fue un ejemplo de smartmob o de flashmob? Nunca lo supe.
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