Los videojuegos gozan de una popularidad entre los jóvenes, al parejo de la controversia de la que son objeto por parte de los especialistas. Casi nadie se pone de acuerdo en los efectos psicológicos y en las repercusiones éticas que procesa un adolescente al jugar con estos artefactos sofisticados, pero constituyen en sí mismos un ecosistema del que los escépticos quedan fuera por motu propio, y, por ende, se marginan del conocimiento de primera mano, por lo que sus formulas comparativas están desfasadas y en buena medida obsoletas. Para entender estos juegos hay que jugarlos. Yo lo he hecho en no pocas ocasiones y debo confesar que este incipiente hábito dominical me lo ha inculcado no un prurito científico sino una compulsión lúdica. Por un lado, me confieso culpable de dejarme llevar por la adrenalina que me estimulan cada una de las misiones casi suicidas (dada mi impericia de principiante) que me impone el software. Pero, por otro lado, es indudable que en medio del fragor de la batalla y la lluvia de balas y misiles que debo evadir con astucia y destreza técnica (de las que no gozo por desgracia), lo que menos me viene a la cabeza en esos momentos cruentos, es en reflexionar moralmente sobre estas distracciones tan entretenidas y emocionantes. Sin embargo es hora de poner pausa al juego y meditar sin rémoras ni prejuicios aprendidos de mentes ajenas.
Para empezar, no es cierto que estas animaciones interactivas --que a plata limpia es lo único que son -- lleguen a distorsionar los valores éticos de un niño y menos a desviar su aprendizaje sentimental. Estas nuevas generaciones de adolescentes tienen mucho que decirnos a las pasadas generaciones en relación a la diferencia que existe entre la vida real y el mundo virtual. Los videojuegos de guerra no inventan terroristas, de la misma manera que los videojuegos deportivos no producen futbolistas ni peloteros reales. A lo sumo, inculcan en el niño-jugador habilidades que no desarrollan en su eventual rol pasivo de televidentes. Modern Warfare 2 , por ejemplo, es un videojuego de acción bélica, diseñado por la empresa desarrolladora californiana Infinit Ward y representa la sexta entrega de la serie Call of Duty . Comenzó a comercializarse con gran éxito de ventas en noviembre del 2009 y las criticas han sido en su mayoría favorables: de hecho es considerado el shooter de más realismo y veracidad de toda la serie Call of Duty.
Para empezar, no es cierto que estas animaciones interactivas --que a plata limpia es lo único que son -- lleguen a distorsionar los valores éticos de un niño y menos a desviar su aprendizaje sentimental. Estas nuevas generaciones de adolescentes tienen mucho que decirnos a las pasadas generaciones en relación a la diferencia que existe entre la vida real y el mundo virtual. Los videojuegos de guerra no inventan terroristas, de la misma manera que los videojuegos deportivos no producen futbolistas ni peloteros reales. A lo sumo, inculcan en el niño-jugador habilidades que no desarrollan en su eventual rol pasivo de televidentes. Modern Warfare 2 , por ejemplo, es un videojuego de acción bélica, diseñado por la empresa desarrolladora californiana Infinit Ward y representa la sexta entrega de la serie Call of Duty . Comenzó a comercializarse con gran éxito de ventas en noviembre del 2009 y las criticas han sido en su mayoría favorables: de hecho es considerado el shooter de más realismo y veracidad de toda la serie Call of Duty.
La trama que uno protagoniza como jugador, gira en torno a la contraofensiva que debemos desplegar sobre un grupo terrorista ruso lidereado por un personaje sórdido: Vladimir Makarov. Pero a lo largo de las misiones se van desplegando subtramas e historias adicionales, en los que el jugador adquiere personalidades extras, además de las que asume en su papel de infiltrado. Como miembro de la Task Force, debe ingresar en un circulo de entrenamiento, capturar una ciudad afgana, perseguir enemigos por laberínticas favelas, rescatar prisioneros de un gulag y hasta salvar el icónico Monumento a Washington, asediado por las tropas rusas. Quien juega el Warfare 2 se obliga a administrar en su cerebro diferentes pistas, tramas, factores de atención simultánea y diseño de estrategias sobre la marcha. Suena complejo y lo es.
Con el tiempo, uno experimenta un proceso de adaptación que torna más cómodo el control de las situaciones bélicas, aunque las sucesivas etapas (o misiones) del juego, impiden instalarnos en la mullida zona de confort. Hasta que uno se topa inesperadamente con el acertijo moral. Como infiltrado en un comando terrorista, el jugador debe sumarse contra su voluntad al asesinato a sangre fría de decenas de civiles que pululan por un aeropuerto ruso. El jugador puede negarse a participar en la masacre sin que se le penalice en su puntuación final, pero el dilema no es cuantificable sino ético, y no es endógeno sino externo al juego: ¿debieron los tecnólogos creadores del software incluir esta escena? Sin duda al dilema que menciono se le añade la reflexión de que en realidad, todo el videojuego es en sí, excesivo y brutal, y por ende, de mal gusto. de ahí que Warfare 2 haya sido censurado en varios países, al grado de que Fox News la calificó de juego para terroristas. Sin embargo, matar civiles virtuales no es peor que experimentar la desaparición a fuego rápido de la capital de los Estados Unidos, en versión animada, ni la quema de cientos de barrios en Río de Janeiro en su carácter de escenarios ficticios. Como tampoco es peor eso que presenciar en celuloide la milésima destrucción de la ciudad de Nueva York y el holocausto de sus habitantes por alienígenas, tsunamis, bombas nucleares, terremotos, meteoritos, o manoteos mortales del siempre mal encarado King Kong.
No dudo que pronto aparezca una demanda contra Infinit Ward porque un menor la emprendió a coscorrones contra su hermanito, empuñando un lanzallamas de plástico y colores chillantes, pero en nada cambiará el verdadero impacto --prácticamente nulo -- que sufrió en su corteza cerebral este infante violento, luego de participar animosamente en un videojuego. Quizá, como solución radical, sus padres lo apartarán de por vida de su computadora, y lo mandarán al cine a ver la última saga de Crepúsculo, para que, si de malas influencias se trata, el niño no pase de morderle el cuello o una compañerita de colegio, o cuando mucho (y ojalá así sea) chuparle la sangre a sus prejuicios progenitores.
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