27 abril 2010

Realidad delictiva / percepción pública


La realidad delictiva es un problema de inseguridad, pero también es un problema de percepción pública. Los índices delictivos han aumentado en los últimos años: esa es una realidad. Pero gobierno está rebasado por el crimen organizado: esa es una percepción pública.

¿Qué es peor: la realidad delictiva (el mal estar) o la percepción pública negativa (el malestar)? Tan grave es una como la otra y se alimenta una de la otra. Ambas convierten la sociedad del conocimiento (arquetipo moderno) en sociedad del riesgo (resultado frustrante).

Realidad delictiva y percepción pública son dos caras de la crisis de legitimidad provocada por un conflicto de legalidad. Pensemos en las promesas autocumplidas: son aquellas sensaciones o presentimientos que agitan la opinión pública, hasta que inexorablemente se tornan realidad. De tanto insistir en la crisis de legitimidad del Estado, ésta se vuelve real. La culpa no es de la promesa autocumplida, ni de la sociedad. Es del gobierno. 

En el caso de la realidad delictiva como problema de inseguridad, la primera víctima es el ciudadano. En el caso de la percepción negativa, la primera víctima es el gobierno. Cuando se percibe que el gobierno no puede acabar, ni moderar, ni siquiera administrar, la crisis de inseguridad, se recurre al marketing, a la publicidad. El gobierno paga a los medios de comunicación para despresurizar la opinión pública negativa y evitar que se autocumpla la promesa.

Ciertas acciones de gobierno tienden a salvar la imagen de él, antes que a salvar la vida de los ciudadanos. Grave error táctico: para la percepción pública, el incremento en gasto a medios es la evidencia de que la realidad delictiva se descontroló. El autoelogio (la publicidad) es la representación de la impotencia de los sistemas de seguridad. La publicidad (el autoelogio) es el reconocimiento de que el gobierno está rebasado. La respuesta a la inseguridad tiene que dirigirse a combatir la realidad delictiva antes que a erogar recursos públicos para intentar modificar la percepción negativa. Dado que todo aparato gubernamental administra la escases, porque el dinero no sobra, tiene que aplicarse a tareas prioritarias.

Invertir en la imagen del gobernante en turno no es una medida imprudente sino inocente: no se corrige la percepción de los ciudadanos y sí se emite una señal equivocada de narcisismo en medio de la crisis. Tarde o temprano, los ciudadanos caerán en la cuenta del timo y se sentirán defraudados en sus expectativas. Y cuando eso ocurra, el gobernante insistirá en erogar aún más recursos para hacer llover sobre mojado. Se trata de un circulo vicioso de pronostico reservado.

En cambio, invertir en el combate a la realidad delictiva, es una inversión optima, incluso para la propia imagen del gobernante. Desde luego, la inversión no es sólo en el ámbito de la persecusión del delito: sería cortedad de miras y acción de inmediatez con resultados efímeros. La inversión en seguridad pasa también por el desarrollo social. Se trata de corregir espacios sociales secuestrados por  el crimen organizado, y resarcir tejidos comunitarios dañados por la delincuencia. Esto explica la conocida tesis de que no se puede ceder territorio a la criminalidad, porque luego es muy dificil que el Estado reimponga ahí su soberanía. 

La protección del contexto urbano se ampara en medidas preventivas de cariz policiaco, pero también en medidas sociales, incluso arquitectónicas, de caracter comunitario. Por ejemplo, es práctica común entre gobernantes inteligentes construir grandes e imponentes edificios con fines educativos o culturales en zonas marginadas. Los vecinos de ese entorno acaban por volverse guardianes de su símbolo de progreso, en franca actitud de coparticipación que conduce a la corresponsabilidad. 

En muchas ciudades de México se ha seguido esta política pública, pero la gestión desmerece cuando cercan la imponente construcción con muros de concreto, rejas y mallas ciclónicas. El edificio termina por formar en su entorno guetos de pobreza, cuyos habitantes no son convidados a celebrar la presencia de esa obra arquitectónica. Por ende, tampoco pueden considerarla suya: el sentido de pertenencia colectivo aborta antes de nacer. 

Destino similar a este les aguarda a muchas políticas públicas que se diseñan a partir de las mejores investigaciones económicas y sociológicas, pero que se ejecutan sin sistema ni planeación integral, por no hablar de los consabidos fines electoreros que llegan a desvirtuar las mejores intenciones.          

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