24 abril 2010

On the rode

Despejada la carretera a Reynosa con la sensación curiosa de volver a la escena antes del crimen. Vamos en una camioneta familiar, modesta, como para no despertar sospechas a las panteras de la noche. Voy en el asiento de atrás, con una laptop en mi regazo, como quien vigila un arma. La tengo apagada para no llamar la atención de otros vehículos que nos pasan por la carretera. Preferiría uno quedarse en casa, bajo lleva, encerrado en la lectura o en la música de Malher, pero tiene uno que vivir la porción destinada al miedo, para no se acusado de misántropo o temeroso. 

Espanta tanto silencio cómplice, dorado por el calor que pudre las buenas intenciones. El parabrisas concentra el calor seco de afuera: se adivina la canícula, época mala porque el calor descompone más rápido los cuerpos mutilados de las reses y los cerdos: aunque los guarde uno en hieleras, bien abrigados en cubos de hielo, el sudor de la atmósfera impregna tejidos y órganos y los llena del éter de lo inservible. Creo, recordando con la imaginación esas cabezotas inflamadas por la sangre abotagada, que las pupilas de los cerdos es lo más parecido a una gota de alquitrán. La gente, ya se ve, está convertida en especialista en descomposiciones. Se comienza a paladear los placeres de la degeneración, de la podredumbre con su corte de gusanos, su séquito de moscos, su marquesado de cadáveres. 

Dice un letrero que pasamos el kilómetro 40; nos falta un buen trecho para arribar. Una casita puesta en la punta de la colina se ilumina con las veladoras que rodean la imagen de bulto de la Santa Muerte, guardada detrás de vidrios opacos. Flanquea el atrio de cemento una camioneta negra. No tiene tripulantes y luce sobrenatural. Ya no sabe uno si rezar en ese altar carretero nos exime de la mala suerte. Una llanta ponchada, un radiador tronado, unos faros que se funden. Aunque la suerte, los hados, el azar mugroso, eso no existe como cosa ocasional; la suerte ha sustituido las funciones antes reservadas al destino. Nadie piensa apearse del vehículo para orinar. Mejor aguantarse que ser blanco de tiro. El pavimento no es zona de accidentes sino pista de incidentes. En la orilla de la carretera yacen camiones herrumbrosos todavía humeantes: los incendiaron la víspera y la humareda mansa que aún despiden es una señal desahuciada de humo. Un olor a muerte contamina los huizaches y las gobernadoras y la hierba seca y el peligro se percibe en forma de fiera al acecho, hambrienta de destrozar cabezas y miembros y coyunturas. 

Nada hay nada qué hacer en este páramo pisoteado por el narcotráfico. Oímos a lo lejos el traquetear de la ametralladora. Dice Miguel Hernández que el hambre es el primero de los conocimientos; la primera cosa que se aprende. Pero no le creo; son alardes de poeta: no todos los hambrientos tienen dignidad porque los hay que sufren hambre de dinero, sed de mal, como la película de Wells. Las pistolas fijan su impronta como si las balas pudieran terminar de aniquilar lo ya extinto. Me lo dijo un ranchero de por aquí: los vecinos de estas tierras son como muertos sin sepultura. Yo prefiero dormir.

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