Pocas
experiencias tan estimulantes como contemplar a un sabio trabajando. Más si
este hombre sabio es director de teatro. La primera vez que fui testigo del
quehacer de uno de estos seres exóticos fue hace muchos años durante el montaje
en la ciudad de México de “La Señorita de Tacna”, de Mario Vargas Llosa.
Dirigía el ensayo José Luis Ibáñez y la actriz principal era nada menos que
Silvia Pinal.
En
un receso, Ibáñez me contó que, como suprema autoridad del montaje, los actores
llegan con el deseo de que él les diga lo necesario: por dónde van a entrar,
por donde salir, si van a decir su diálogo de frente o de lado, etcétera. Los
actores nuevos nunca van a decidir eso por sí mismos y se atienen a las
instrucciones del director. En cambio, los grandes actores, saben qué hacer con
lo que se les dice. Sobre todo cuando ya está en marcha la puesta en escena y
aparecen los imponderables: la escalera de utilería no sirve, se atora la
puerta, o la actriz se da cuenta que no funciona entrar por la derecha sino por
la izquierda.
Fui
testigo en el ensayo de “La Señorita de Tacna” de la gran “química” que existía
entre Ibáñez y Silvia Pinal: cada vez que fallaba algo en el escenario, el
director sabía que La Pinal actuaría con serenidad y, mientras actuaba, estaba
pensando en cómo arreglar el problema técnico. Por eso, aunque Ibáñez es uno de
los seres más severos que he conocido, con la Primera Actriz se cuadraba
amablemente, pese a no abandonar en ningún momento su rango de general.
Por
cierto que esa vez también estaba entre las butacas, como testigo mudo del
ensayo, el propio autor de la obra, Mario Vargas Llosa, a quien quise saludar y
de quien recibí vilmente el látigo de su desprecio. Por la noche insistí en
saludarlo en la UNAM – me acompañó mi amiga Miriam Hinojosa Dieck – y volvió a
ignorarme. Entonces le solté a bocajarro que yo era aspirante a narrador, que
había publicado mi primera novela y que quería un consejo suyo. Sólo así quebré
el alma de mármol de Vargas Llosa quien me dedicó unas generosas palabras de
aliento. La verdad es que yo no había escrito ninguna novela, no tenía pensado
ser narrador y mi única aspiración era que me saludara el célebre escritor,
cosa que conseguí contándole mentiras (condición elemental, eso sí, para
cualquiera que aspire a escribir novelas u obras de teatro).
Todas
estas anécdotas las recordé el domingo pasado, mientras veía trabajar a otro
director de teatro, tan admirable y brillante como José Luis Ibáñez, tan culto
y universitario como él, y tan artesano del montaje teatral como el
veracruzano. Luis Martín dirigía el primer ensayo de la obra “El amor de las
Luciérnagas”, en el centro cultural Mandela, de San Pedro y su estilo de
conducir a los jóvenes actores me hizo evocar al de Ibáñez, sobre todo en su
técnica personal, muy práctica y sin poses de divo. Con una sutil diferencia:
Luis Martín es más mesurado que Ibáñez y busca obras con sentido social – para
el regiomontano el teatro es una catarsis pública -- aunque al igual que su
colega no se anda con remilgos cuando tiene que reprender a un actor que no
memorizó bien su diálogo, o cuando les exige que levante la voz y no susurre.
Luis Martin
es también, como Ibáñez, un hombre del renacimiento: él mismo elige la música
de cada obra que monta (en este caso, un maravilloso Danzón Nº 2 de Arturo Márquez y At
Seventeen de Janis Ian), así como la luz, el decorado, incluso el acomodo
de las butacas en el Mandela. Como todos los grandes hombres de teatro, es un
maestro y a la vez – así lo explica Vargas Llosa -- un aventurero que no teme
correr riesgos. Verlo dirigir un montaje teatral, sentado plácidamente en una
silla, con la naturalidad de quien sabe qué hacer y cómo hacerlo, es una
experiencia única, que quedará grabada como pasaje memorable en las vidas de
quienes tuvimos la suerte de estar ahí, como testigos del prodigio de levantar
todo un universo sobre un simple escenario iluminado.
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