17 febrero 2015

Luis Martín o el teatro como arte social

Pocas experiencias tan estimulantes como contemplar a un sabio trabajando. Más si este hombre sabio es director de teatro. La primera vez que fui testigo del quehacer de uno de estos seres exóticos fue hace muchos años durante el montaje en la ciudad de México de “La Señorita de Tacna”, de Mario Vargas Llosa. Dirigía el ensayo José Luis Ibáñez y la actriz principal era nada menos que Silvia Pinal.

En un receso, Ibáñez me contó que, como suprema autoridad del montaje, los actores llegan con el deseo de que él les diga lo necesario: por dónde van a entrar, por donde salir, si van a decir su diálogo de frente o de lado, etcétera. Los actores nuevos nunca van a decidir eso por sí mismos y se atienen a las instrucciones del director. En cambio, los grandes actores, saben qué hacer con lo que se les dice. Sobre todo cuando ya está en marcha la puesta en escena y aparecen los imponderables: la escalera de utilería no sirve, se atora la puerta, o la actriz se da cuenta que no funciona entrar por la derecha sino por la izquierda.

Fui testigo en el ensayo de “La Señorita de Tacna” de la gran “química” que existía entre Ibáñez y Silvia Pinal: cada vez que fallaba algo en el escenario, el director sabía que La Pinal actuaría con serenidad y, mientras actuaba, estaba pensando en cómo arreglar el problema técnico. Por eso, aunque Ibáñez es uno de los seres más severos que he conocido, con la Primera Actriz se cuadraba amablemente, pese a no abandonar en ningún momento su rango de general.

Por cierto que esa vez también estaba entre las butacas, como testigo mudo del ensayo, el propio autor de la obra, Mario Vargas Llosa, a quien quise saludar y de quien recibí vilmente el látigo de su desprecio. Por la noche insistí en saludarlo en la UNAM – me acompañó mi amiga Miriam Hinojosa Dieck – y volvió a ignorarme. Entonces le solté a bocajarro que yo era aspirante a narrador, que había publicado mi primera novela y que quería un consejo suyo. Sólo así quebré el alma de mármol de Vargas Llosa quien me dedicó unas generosas palabras de aliento. La verdad es que yo no había escrito ninguna novela, no tenía pensado ser narrador y mi única aspiración era que me saludara el célebre escritor, cosa que conseguí contándole mentiras (condición elemental, eso sí, para cualquiera que aspire a escribir novelas u obras de teatro).

Todas estas anécdotas las recordé el domingo pasado, mientras veía trabajar a otro director de teatro, tan admirable y brillante como José Luis Ibáñez, tan culto y universitario como él, y tan artesano del montaje teatral como el veracruzano. Luis Martín dirigía el primer ensayo de la obra “El amor de las Luciérnagas”, en el centro cultural Mandela, de San Pedro y su estilo de conducir a los jóvenes actores me hizo evocar al de Ibáñez, sobre todo en su técnica personal, muy práctica y sin poses de divo. Con una sutil diferencia: Luis Martín es más mesurado que Ibáñez y busca obras con sentido social – para el regiomontano el teatro es una catarsis pública -- aunque al igual que su colega no se anda con remilgos cuando tiene que reprender a un actor que no memorizó bien su diálogo, o cuando les exige que levante la voz y no susurre.


Luis Martin es también, como Ibáñez, un hombre del renacimiento: él mismo elige la música de cada obra que monta (en este caso, un maravilloso Danzón Nº 2 de Arturo Márquez y At Seventeen de Janis Ian), así como la luz, el decorado, incluso el acomodo de las butacas en el Mandela. Como todos los grandes hombres de teatro, es un maestro y a la vez – así lo explica Vargas Llosa -- un aventurero que no teme correr riesgos. Verlo dirigir un montaje teatral, sentado plácidamente en una silla, con la naturalidad de quien sabe qué hacer y cómo hacerlo, es una experiencia única, que quedará grabada como pasaje memorable en las vidas de quienes tuvimos la suerte de estar ahí, como testigos del prodigio de levantar todo un universo sobre un simple escenario iluminado.

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