Luis Alférez fue seminarista pero terminó de artista,
cocinero de platillos de fusión y amante de la buena mesa (que no es lo mismo
que gourmet). También es curador, restaurador, ebanista, pintor de
liturgia y paisajista, impresor, encuadernador, investigador de tradiciones
regionales, sommelier y buen conversador. Nació en San Luis Potosí pero ahora
es más regio que el cabrito.
Cuando abdicó de su entrega a Dios, en vísperas de su
consagración ante el mismo Papa, Luis era un tipo solitario, hasta que aprendió
a abrir la boca y soltar sus finas ironías. Un día amaneció en Monterrey con un
itacate de arte sacro, pinturas al óleo y estofados que fue vendiendo en abonos
a los ricos, cerca de La Purísima. Entonces conoció a muchos juniors que hoy son celebridades regias.
Otro día recogió sus chivas y se fue a vivir a García. No
ha vuelto de allá desde hace más de veinte años. Aquel paraje, en las faldas escarpadas
del Cerro del Fraile, no sería lo que es si no fuera por él y por Mauricio
Fernández que funda museos y casas de cultura como si lo persiguiera el diablo.
Cuenta Plutarco que a cierto general romano llamado
Lúculo, le gustaba invitar a sus amigos a cenar opíparamente en su casa. Cierta
noche se molestó con su sirviente: le había servido una cena simplona porque no
tenía invitados a la mesa. Entonces el general le respondió encabronado: “¿Es
que no sabías que Lúculo cena en casa de Lúculo?”.
Alférez tiene algo de Lúculo, de sibarita, de bon vivant, de cocinar bien aunque esté
solo. Y eso que es casi un anacoreta cristiano, de esos que se subían a una
torre de por vida a rezar y comer lechugas. Qué irónico que Alférez esté hecho de renuncias. En su humanismo pueblerino
– lo digo con admiración – vive un devoto secular, un santo con mandil, un apóstol
de las cacerolas, de cuyo cuello cuelgan escapularios, estampas milagrosas y yo
creo que hasta un par de recetas de cocina.
Uno no sabe de qué va este ex
seminarista. Seguro que va a lo suyo que es el placer culinario, el arte perdido
de la gastronomía, la metafísica del gusto, la alquimia de las calorías y la
dignificación de la gula. Y es que, como decía Santa Teresa, entre pucheros y
ollas también anda Dios.
Alférez es un solitario refinado,
un Lúculo que cocina como nadie el lechón segoviano, el estofado de conejo, el cordero
a las finas hierbas y el cabrito a la provenzal. A mí me gusta la cocina
italiana y la española pese a su exceso de ajo y a sus preocupaciones
religiosas, y más si las prepara este beato comelón que mejora tanto platillo
pesado quitándole los ajos de más a los sartenes. Lo que pasa es que Luis
Alférez cocina para todos, aunque solo vaya a cenar a su casa Luis Alférez.
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