Entre los mejores cuentos de Edgar Allan Poe está uno sobre
desdoblamiento de personalidad: se titula “William Wilson”. El personaje
principal es asediado a lo largo de su vida por un hombre idéntico a él, que actúa
como su conciencia moral, le reprende sus actos reprobables, sus excesos, sus
trampas en la baraja y su lascivia. Al final, el personaje mata a su doble de
una estocada en un baile de máscaras, hasta descubrir que él también muere
junto con su Némesis.
Cuando leí “Amarres Perros” la autobiografía novelada de
Jorge G. Castañeda, me pareció transitar por una actualización mexicana, con
zarape y sombrero de palma, del cuento de Poe. El ex canciller desglosa en
páginas amenas pero desechables, la historia de un burgués de izquierda, un
hijo de la élite dorada de México que casualmente se llama igual que el autor,
que ha incursionado en las mismas lides políticas, y que ha seducido a las
mismas mujeres: Jorge G. Castañeda.
El autor pretende ajustar cuentas con su pasado, y como una
especie de Némesis literario, muy al estilo del William Wilson de Poe, reprende
los excesos, las iras y los desplantes altivos de su biografiado. El problema,
a diferencia del personaje de Poe, consiste en que el Jorge G. Castañeda autor,
admira y casi venera al Jorge G. Castañeda personaje. O sea, lo quiere mucho. De
nada sirve este desdoblamiento de personalidad porque la autocrítica se queda
en regañito condescendiente, en coscorrón que no duele porque es fingido. Una
cosa es el amor propio y otra el enamoramiento de sí mismo. Lo primero es una
defensa contra los embates de la vida, lo segundo es una patología.
Una anécdota narrada en el libro de Castañeda lo pinta de
cuerpo entero: durante una gira a Washington a donde acompañó al entonces
presidente electo Vicente Fox, el autor regañó a gritos a una reportera de
Milenio , integrante según él de “la perrada” que cubría la fuente presidencial.
¿El motivo? La muchacha pidió que le ayudara a traducir una nota periodística
en inglés del New York Times. Este
episodio trivial inspiró a Castañeda una larga disquisición: “¿Quién realizaría
la labor pedagógica indispensable para que el país comenzara a contar con
medios propios de la democracia, de la modernidad, de la apertura económica,
cultural y hasta psicológica?”
Y ahí no para la cosa: Castañeda sigue preguntándose quién
explicaría esa misma labor pedagógica a la sociedad mexicana, a la
comentocracia, a los magnates de la prensa. Y uno le respondería que cualquiera,
menos él. Primero, porque no hace falta la labor pedagógica indispensable de
ningún iluminado para enseñarle el camino de la verdad a la prensa y a sus
reporteros. En otras palabras, por el bien de la democracia, que cada quien se
rasque con sus propias uñas.
Segundo, porque si alguien está impedido para ser pedagogo
mediático es el propio Castañeda, miembro vitalicio de esa “comentocracia”
nativa, como él mismo la llama, y socio controvertido de personajes tan
opuestos a la democracia, la modernidad, la apertura económica y cultural, como
lo es Elba Esther Godillo, una de sus grandes “cuatachas” y la principal
mecenas de sus frustradas aventuras políticas como aspirante presidencial.
No encuentro en “Amarres Perros” una sola idea interesante,
una posición crítica de enjundia, una propuesta de buen calibre, un logro o
mérito destacable en su trayectoria pública, como para resolver el nudo
gordiano que ata a México a la mediocridad financiera desde que llegaron a Los
Pinos esos advenedizos vanidosos y ególatras de la mano de un ranchero iletrado
llamado Vicente Fox.
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