Desde niño me
han obsesionado los helechos: su morfología carece de flores, de colores y de otros
adornos naturales que a ellos parece sobrarles. Su propósito en la vida es
aferrarse lo mismo a las costas que a las piedras; resistir y luchar por
sobrevivir a todos los trances e inclemencias atmosféricas. Los dinosaurios se
extinguieron pero los helechos permanecen intactos gracias a su simplicidad.
Un amigo
psiquiatra me dice que esta pasión mía no es patológica, pero sí es una
curiosidad que puede explorarse en mi subconsciente. ¿Qué me atrae realmente de estas
plantas? No lo se. Tampoco me apena confesarlo y menos desentrañar los motivos
de este placer visual y táctil, hijo de la admiración vegetal.
Otra
afición mía es conocer a científicos que escriben con buena prosa. En los años
noventa me gustaba leer al paleontólogo Stephen Jay Gould, no tanto por sus
hipótesis sobre biología evolutiva sino porque era un ameno divulgador. Otro hombre
de ciencia, James D. Watson, descubridor de la estructura de la molécula de
ADN, publica textos para neófitos más entretenidos que cualquier libro de
autoayuda que suelen vender en los aeropuertos como grandes revelaciones
humanas.
Sin
embargo, ningún gran científico con buena prosa me ha llamado tanto la atención
como el neurólogo Oliver Sacks. Desde que leí “El hombre que confundió a su
mujer con un sombrero”, un caso de agnosia visual, me demostró que es mejor narrador
que muchos escritores de best sellers
que se las dan de literatos consagrados. Quien vio la película “Despertares”
(1990), basada en una de sus obras, sabe a lo que me refiero.
Los libros
de Sacks, impecablemente bien fundamentados, cuentan historias de hombres y
mujeres secuestrados por enfermedades neurológicas raras, agresivas, muchas
veces mortales, y las contrapone a la lucha serena pero a brazo partido de
estos pacientes por mantener su identidad personal y, en consecuencia, su
dignidad. Y es que no basta con vivir: hace falta hacerlo en la medida de lo
posible, con decoro y dignidad.
La obra de
Sacks que más me gusta es “Musicofilia”, un obligado libro de cabecera para
cualquier melómano, sano o enfermo, que quiera revelar el misterio de la música
como remedio para modificar nuestra percepción sensorial del universo. Sacks narra estudios clínicos que él protagonizó con epilépticos, enfermos de
Alzheimer y pacientes en fase terminal por tumores cerebrales, cuyas vidas se
han enriquecido con el goce auditivo, además de otras curiosidades que provoca
escuchar determinadas melodías.
Una tarde,
mientras hurgaba en la librería Gandhi de Monterrey, me topé con ejemplares de
un mismo título, exhibidos en la sección de saldos: “Oaxaca Journal”. El tema
era la deliciosa bitácora de viaje de un aficionado a la botánica, que en
compañía de otros colegas suyos había recorrido de punta a punta este estado de
México, con la única finalidad de buscar toda la variedad de helechos posibles.
¿Su autor? Nada menos que el neurólogo Oliver Sacks. Pues resulta que mi ídolo
guarda también esa pasión secreta por los helechos y, como si tal cosa, tampoco
puede explicar la causa de esa fascinación.
Ayer,
Oliver Sacks publicó una sencilla carta en The
New York Times titulada “Mi propia vida”. El científico nos informa que
sufre un cáncer terminal y explica que se encuentra intensamente vivo, que
espera tener oportunidad para convivir más con sus amistades, despedirse de
aquellos a los que quiere, y hasta tener tiempo “para divertirme, incluso para
hacer alguna que otra estupidez”.
La
despedida de Oliver Sacks me pone triste, es como verse secar lenta pero
inexorablemente uno de esos helechos de Oaxaca. Pero su serenidad, inspirada en
la sabiduría que sólo tienen los grandes hombres, anticipa su muerte como una
paz sin melodramas, sin apelar a ningún tipo de depresión, incluso como un
final que podríamos definir como feliz.
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