19 febrero 2015

El genio que morirá feliz en unos días

Desde niño me han obsesionado los helechos: su morfología carece de flores, de colores y de otros adornos naturales que a ellos parece sobrarles. Su propósito en la vida es aferrarse lo mismo a las costas que a las piedras; resistir y luchar por sobrevivir a todos los trances e inclemencias atmosféricas. Los dinosaurios se extinguieron pero los helechos permanecen intactos gracias a su simplicidad.  

Un amigo psiquiatra me dice que esta pasión mía no es patológica, pero sí es una curiosidad que puede explorarse en mi subconsciente. ¿Qué me atrae realmente de estas plantas? No lo se. Tampoco me apena confesarlo y menos desentrañar los motivos de este placer visual y táctil, hijo de la admiración vegetal.

Otra afición mía es conocer a científicos que escriben con buena prosa. En los años noventa me gustaba leer al paleontólogo Stephen Jay Gould, no tanto por sus hipótesis sobre biología evolutiva sino porque era un ameno divulgador. Otro hombre de ciencia, James D. Watson, descubridor de la estructura de la molécula de ADN, publica textos para neófitos más entretenidos que cualquier libro de autoayuda que suelen vender en los aeropuertos como grandes revelaciones humanas.

Sin embargo, ningún gran científico con buena prosa me ha llamado tanto la atención como el neurólogo Oliver Sacks. Desde que leí “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”, un caso de agnosia visual, me demostró que es mejor narrador que muchos escritores de best sellers que se las dan de literatos consagrados. Quien vio la película “Despertares” (1990), basada en una de sus obras, sabe a lo que me refiero.

Los libros de Sacks, impecablemente bien fundamentados, cuentan historias de hombres y mujeres secuestrados por enfermedades neurológicas raras, agresivas, muchas veces mortales, y las contrapone a la lucha serena pero a brazo partido de estos pacientes por mantener su identidad personal y, en consecuencia, su dignidad. Y es que no basta con vivir: hace falta hacerlo en la medida de lo posible, con decoro y dignidad.

La obra de Sacks que más me gusta es “Musicofilia”, un obligado libro de cabecera para cualquier melómano, sano o enfermo, que quiera revelar el misterio de la música como remedio para modificar nuestra percepción sensorial del universo. Sacks narra estudios clínicos que él protagonizó con epilépticos, enfermos de Alzheimer y pacientes en fase terminal por tumores cerebrales, cuyas vidas se han enriquecido con el goce auditivo, además de otras curiosidades que provoca escuchar determinadas melodías.  

Una tarde, mientras hurgaba en la librería Gandhi de Monterrey, me topé con ejemplares de un mismo título, exhibidos en la sección de saldos: “Oaxaca Journal”. El tema era la deliciosa bitácora de viaje de un aficionado a la botánica, que en compañía de otros colegas suyos había recorrido de punta a punta este estado de México, con la única finalidad de buscar toda la variedad de helechos posibles. ¿Su autor? Nada menos que el neurólogo Oliver Sacks. Pues resulta que mi ídolo guarda también esa pasión secreta por los helechos y, como si tal cosa, tampoco puede explicar la causa de esa fascinación.

Ayer, Oliver Sacks publicó una sencilla carta en The New York Times titulada “Mi propia vida”. El científico nos informa que sufre un cáncer terminal y explica que se encuentra intensamente vivo, que espera tener oportunidad para convivir más con sus amistades, despedirse de aquellos a los que quiere, y hasta tener tiempo “para divertirme, incluso para hacer alguna que otra estupidez”.

La despedida de Oliver Sacks me pone triste, es como verse secar lenta pero inexorablemente uno de esos helechos de Oaxaca. Pero su serenidad, inspirada en la sabiduría que sólo tienen los grandes hombres, anticipa su muerte como una paz sin melodramas, sin apelar a ningún tipo de depresión, incluso como un final que podríamos definir como feliz.

“No puedo decir que no tenga miedo. Pero mi sentimiento predominante es la gratitud. He amado y he sido amado; he dado mucho y me han dado bastantes cosas”. En realidad, los agradecidos somos nosotros, sus lectores, por tantas cosas que nos ha dado y enseñado Oliver Sacks. He plantado en mi jardín nuevos helechos en bases colgantes, como anticipando la primavera; los regaré diariamente, hasta confirmar que la vida es un perpetuo renacer y que, como en todas las cosas del mundo, el que resiste, gana. 

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