07 enero 2015

Series de televisión: el octavo arte

“Something is happening and you don't know what it is”, canta Bob Dylan en una de sus audaces composiciones. Algo está pasando en la televisión y la mayoría de los televidentes no se han dado cuenta. Pero si el cine es el séptimo arte, las series de televisión bien podrían definirse, en razón de su calidad cultural,como  el octavo arte, un bautizo inusitada hasta hace algunos años.

En este fenómeno de masas destaca, en algunos casos, el guionista (así se volvió célebre Aaron Sorkin con The West Wing, aunque me decepcionó recientemente tanta palabrería chocante en The Newesroom). En otros casos, destaca el director como en House of Cards (pocos dirigen hoy como el talentoso David Fincher).

Pero ¿qué sería The West Wing sin ese Presidente tan culto, seductor y eficaz, interpretado por un Martin Sheen en estado de gracia? ¿Y qué sería de House of Card sin ese misterio andante llamado Kevin Spacey? Una serie de televisión es buena o muy buena gracias a un equipo de visionarios, no sólo al guionista o de cierto actor. Se trata de una hazaña holística.  

Muchas de las mejores “películas” que hemos visto recientemente en casa son series de televisión. Los Soprano es el equivalente a El Padrino de nuestra época. Me atrevo incluso a sentenciar que Tony Soprano tiene más relieve psicológico y alma atormentada que Michael Corleone. True Detective se convertirá pronto en una serie de culto. Woody Harrelson y Mathew McConaughey (esa pareja dispareja de virtuosos histriónicos), merodean por esa sórdida costa de Luisiana como perros sin dueño, depresivos, pulgosos y profundos.

¿Cuál es la fórmula de prodigios como Mad Men o Breaking Bad? Nadie acertará a ciencia cierta, pero sin duda, el prodigio no es nuevo. Las series de televisión comparten la tradición del folletín y la novela-río al estilo instituido por Alejandro Dumas.

Charles Dickens fue el gran maestro de la novela por entregas del siglo XIX: primero las publicaba por capítulos en los periódicos y luego, meses después, las imprimía en libros. Sabía dejar en suspenso a sus seguidores, y malabarear con cinco o seis narraciones que el lector tenía que hilvanar semanalmente con su memoria y conectando las historias de cada personaje, como hacemos ahora con con The Wire (una obra de arte perfecta).  Así nacieron David Copperfield y Tiempos Difíciles, entre muchas otras.

Dickens estaría maravillado con las actuales series de televisión: sería un guionista espléndido para HBO. Acaso le sobraría melodrama a sus creaciones literarias, sobre todo en una época tan irónica como la nuestra, pero sus llamados a la reforma social y a la renovación de las instituciones públicas burocratizadas, están vigente. Ilustró como nadie el lazo invisible que une la “exuberancia irracional” que provocó la actual crisis economía global, con la pobreza flagelante que destruye el futuro de los menores de edad y de los seres más vulnerables. 

Por otra parte, Dickens llenó teatros enteros en Inglaterra y Estados Unidos leyendo sus principales novelas, interpretando los diálogos de cada personaje, atribuyéndoles una entonación y una acento diferente a cada uno de ellos. No hacía teatro: más bien ponía en escena una especie de serie de televisión avant la lettre. ¿Un precursor? Más bien el padre de las actuales creaciones no comerciales del octavo arte. 

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