Terminé de
leer un voluminoso best seller: “El
Capital en el siglo XXI” del economista francés Thomas Piketty. Su autor ha
desbancado como gurús de la izquierda global a Joseph Stiglitz y al Premio
Nobel, Paul Krugman. A diferencia de los dos sabios norteamericanos, la prosa
de Piketty es tersa y destila una versatilidad de intereses intelectuales que
lo diferencian del resto de sus colegas, autores de aburridos estudios científicos.
Piketty, en cambio, es ameno y lo puede entender cualquier mortal (a menos que
sea candidata a gobernadora de Nuevo León).
El escritor
francés se ha convertido en el Paulo Coelho de la economía. No lo digo bromeando,
sino acentuando su perfil de celebritie:
su fama rebasa los cubículos académicos, convoca multitudes en sus
conferencias, firma autógrafos y lo entrevistan sobre cualquier asunto terrenal
o divino. Entretiene al público en vivo o por escrito: doble gancho para
aquellos sedientos de divulgación científica: en Europa, para quienes buscan
entender las causas de la crisis económica; en México, para quienes aspiran a
comprender nuestro actual estancamiento.
La explicación
de Piketty es larga, pero puede resumirse con cierta facilidad. La desigualdad
social es el principal problema para cualquier país y se mantendrá punzante mientras
las ganancias de los millonarios (o sea, el valor de mercado de los activos de
capital) superen el ingreso nacional (o sea, el crecimiento económico de un
país). Peor cuando las empresas y su valor de mercado, es decir, la riqueza, se
hereda de padres a hijos. La fórmula es relativamente simple y se ajusta a
cualquier entorno local. Opera igual para China que para México, para Francia
que para Sudáfrica, para Chile que para Portugal.
Comparto su
punto de vista, pero sólo a medias. Para empezar, sin un buen balance de sus
activos, pasivos y patrimonio neto, las empresas se hunden en un santiamén. Es
común el caso de grandes emporios pasados cuyos herederos redujeron a polvo su
rentabilidad a causa de una pésima administración e inversiones mal calculadas.
Ciudades enteras como Detroit, o en otra etapa histórica, Manchester, yacieron
en escombros luego de haber florecido como centros automotrices o textiles. La
globalización acentuó esta tómbola de ganadores y perdedores. ¿La debacle de
ingreso que sufrieron estas grandes empresas la ganó el PIB? ¿Se redujo en algo
la desigualdad social?
Piketty
podría responder: esté quien esté en la punta de la pirámide, la concentración
de capital es la misma. Así, el remedio no varía: hay que incrementar 80% la
carga fiscal a las empresas con ingresos anuales superiores a 500 mil o un
millón de dólares. En otras palabras, se trata de penalizar la generación de
riqueza; gravar el patrimonio de los ricos: a quien gane más, el Estado le
cobrará más. ¿Qué se propone Piketty en el fondo? Fortalecer fiscalmente al
gobierno para reducir en automático la brecha entre pobres y ricos.
Al menos en
México, como en otros países en desarrollo, esto es una falacia. Las clases medias
no mejoran sus condiciones de vida porque el gobierno sea más rico. El mundo
real opera al revés: el Estado es el fabricante número uno de monopolios estatales
(por ley), y privados (por corrupto), lo mismo en las televisoras que en la telefonía.
El gobierno propicia la desigualdad del ingreso porque cierra las puertas a la
competencia legítima y a que los inversionistas tengan las mismas oportunidades,
sin favoritismo alguno.
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