12 enero 2015

Anita Ekberg y la fuente de la felicidad

De adolescente prediqué muy pocos credos: uno de ellos fue admirar el cuerpo de Anita Ekberg. Muchas noches, antes de dormir, evocaba como plegaria sus atributos físicos: rostro, busto, piernas. Tras el éxtasis sobrevenía el sueño. La tentación era el primer mandamiento de esa religión erótica. Lo admito: me rendí ocasionalmente a otras deidades del cine. Pero con el tiempo renegué de ellas, una tras otra. Sólo Anita, la sueca, permaneció en su nicho. O más bien en su fuente: La de Trevi, en Roma. En la película “La Dolce Vita” (1960), nos humedecimos más los espectadores que ella misma, empapada de agua y dejando casi al aire sus curvas de ensueño.

El hechizo se desvaneció en mi juventud. La vi en una entrevista por televisión en los años 90. Sabía que me llevaba casi cuarenta años de diferencia, pero creía, ingenuo de mí, que las deidades eran eternas, que la belleza no se marchitaba. Concluí desencantado que Anita no había envejecido bien. Como muchos jóvenes, fui severo y cruel. Nadie envejece bien: buscamos estirar con artimañas y cuidados el paso de los años. Pero tarde o temprano la gravedad cumple su cometido: los músculos se aflojan, los órganos declinan, el brillo se apaga, las potencias caen.

Una de estas compensaciones a la ley de la vida, es la veneración a las divas del cine. No a la actriz que las encarna (rehén de las miserias del tiempo), sino a su imagen inmortalizada por la cámara. La admiración a Anita Ekberg fue, en mí, lo más cercano al “amor cortés” del siglo XII: no un amor que aspira a la copulación (una quimera) sino a la contemplación (una opción real). Aunque carezcamos de facilidad para la lírica, los fans de un icono de cine o televisión, creamos para nosotros mismos poesía. A esto, los trovadores provenzales le dieron un nombre: “fin`amors” : amor refinado. Un placer perfecto porque no espera ser correspondido. Su meta no consiste en alcanzar el “más allá” sino en experimentar íntimamente el “joi”, mezcla de placer y felicidad.

Han pasado nueve siglos y el “amor cortés” nos sigue influenciando, lo mismo en la música popular que en las telenovelas y los rituales que cumplimos para enamorarnos. De su doctrina derivan muchas costumbres actuales. Para los trovadores provenzales, la mujer era superior al hombre: ella aceptaba o no al galán; el varón se refería a la dama como “meus dominus” (mi dueña, mi señora) y casi literalmente “caía a sus pies”.  El pretendiente era, al menos en una primera etapa, un contemplador de la belleza femenina. Su lamento inicial era propia del rechazado y, por tanto, del desdichado. Eso explica que Luis Miguel aún cante con éxito aquel célebre bolero: “Y soy aunque no quiera, esclavo de sus ojos, juguete de su amor”.

Tras su muerte, comprendí que mi amor por Anita Ekberg (como el amor de cualquier fan por su ídolo), lo define la poesía provenzal: su contemplación cambia mi ánimo; trasciende mi condición temporal, me lleva al “joi”; a la mezcla de placer y felicidad. En este deseo ilusorio es irrelevante la diferencia de edad: puedo admirar lo mismo a Selena Gomez, 25 años menor que yo, que a Anita Eckberg, casi 40 años mayor que yo: no aspiro a una relación amorosa, sino a una ficción sentimental. En suma, a una idealización.


Como la de cualquier ser humano, me entristece la muerte de Anita Ekberg, pobre anciana solitaria y malhumorada que pasó sus últimos días en un asilo de Genzano, cerca de Roma. Murió en el olvido. Pero, como oscuro objeto del deseo, la “bellísima rubia sueca” (como ella misma se definió) seguirá salpicando para siempre a sus fans con el agua inagotable de la Fuente de Trevi, uno de los símbolos perfectos del coito cinematográfico.     

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