De
adolescente prediqué muy pocos credos: uno de ellos fue admirar el cuerpo de
Anita Ekberg. Muchas noches, antes de dormir, evocaba como plegaria sus atributos
físicos: rostro, busto, piernas. Tras el éxtasis sobrevenía el sueño. La
tentación era el primer mandamiento de esa religión erótica. Lo admito: me
rendí ocasionalmente a otras deidades del cine. Pero con el tiempo renegué de
ellas, una tras otra. Sólo Anita, la sueca, permaneció en su nicho. O más bien
en su fuente: La de Trevi, en Roma. En la película “La Dolce Vita” (1960), nos
humedecimos más los espectadores que ella misma, empapada de agua y dejando
casi al aire sus curvas de ensueño.
El hechizo
se desvaneció en mi juventud. La vi en una entrevista por televisión en los
años 90. Sabía que me llevaba casi cuarenta años de diferencia, pero creía, ingenuo
de mí, que las deidades eran eternas, que la belleza no se marchitaba. Concluí
desencantado que Anita no había envejecido bien. Como muchos jóvenes, fui
severo y cruel. Nadie envejece bien: buscamos estirar con artimañas y cuidados el
paso de los años. Pero tarde o temprano la gravedad cumple su cometido: los
músculos se aflojan, los órganos declinan, el brillo se apaga, las potencias caen.
Una de
estas compensaciones a la ley de la vida, es la veneración a las divas del
cine. No a la actriz que las encarna (rehén de las miserias del tiempo), sino a
su imagen inmortalizada por la cámara. La admiración a Anita Ekberg fue, en mí,
lo más cercano al “amor cortés” del siglo XII: no un amor que aspira a la
copulación (una quimera) sino a la contemplación (una opción real). Aunque
carezcamos de facilidad para la lírica, los fans de un icono de cine o
televisión, creamos para nosotros mismos poesía. A esto, los trovadores provenzales
le dieron un nombre: “fin`amors” : amor refinado. Un placer perfecto porque no
espera ser correspondido. Su meta no consiste en alcanzar el “más allá” sino en
experimentar íntimamente el “joi”, mezcla de placer y felicidad.
Han pasado
nueve siglos y el “amor cortés” nos sigue influenciando, lo mismo en la música
popular que en las telenovelas y los rituales que cumplimos para enamorarnos. De
su doctrina derivan muchas costumbres actuales. Para los trovadores provenzales,
la mujer era superior al hombre: ella aceptaba o no al galán; el varón se
refería a la dama como “meus dominus” (mi dueña, mi señora) y casi literalmente
“caía a sus pies”. El pretendiente era,
al menos en una primera etapa, un contemplador de la belleza femenina. Su
lamento inicial era propia del rechazado y, por tanto, del desdichado. Eso
explica que Luis Miguel aún cante con éxito aquel célebre bolero: “Y soy aunque
no quiera, esclavo de sus ojos, juguete de su amor”.
Tras su
muerte, comprendí que mi amor por Anita Ekberg (como el amor de cualquier fan
por su ídolo), lo define la poesía provenzal: su contemplación cambia mi ánimo;
trasciende mi condición temporal, me lleva al “joi”; a la mezcla de placer y
felicidad. En este deseo ilusorio es irrelevante la diferencia de edad: puedo
admirar lo mismo a Selena Gomez, 25 años menor que yo, que a Anita Eckberg, casi
40 años mayor que yo: no aspiro a una relación amorosa, sino a una ficción
sentimental. En suma, a una idealización.
Como la de
cualquier ser humano, me entristece la muerte de Anita Ekberg, pobre anciana solitaria
y malhumorada que pasó sus últimos días en un asilo de Genzano, cerca de Roma. Murió
en el olvido. Pero, como oscuro objeto del deseo, la “bellísima rubia sueca”
(como ella misma se definió) seguirá salpicando para siempre a sus fans con el
agua inagotable de la Fuente de Trevi, uno de los símbolos perfectos del coito
cinematográfico.
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