“Ya descubrí por qué renunció Masha, la cocinera rusa”, les
dije a mis dos socios del restaurante. Como cada martes nos sentábamos a tomar
café en la terraza del local a revisar los balances financieros. Ese día corría
un viento frío en Monterrey y yo me sentía helado, como si estuviera en la Plaza
Roja de Moscú. Con la edad uno comienzo a sobrellevar mal las temperaturas bajas
y en invierno tengo que ponerme ropa interior térmica y dormir con calcetines
de lana, como viejito.
“Y por qué crees que lo hizo? Me preguntó Ramiro u Oscar. Le
respondí que la clave de su renuncia estaba en la novela rusa Corazón de perro, escrita por Mijaíl
Bulgákov en 1924, pero inédita por más de 40 años. La trama es satírica: un
endocrinólogo ruso, de nombre impronunciable, recoge un perro callejero y le
implanta la hipófisis y los testículos del cadáver de un maleante. El
experimento genético resulta un éxito porque en un par de semanas el perro
adquiere rasgos y comportamiento humano; se para y habla. Sin embargo, este
humanoide no deja de ser un engendro repulsivo que casi se vuelve militante
bolchevique y se vale de su fuerza bruta para rivalizar con el endocrinólogo,
su propio creador.
Mis socios protestaron: “¿Y qué tiene que ver eso con la
renuncia de Masha?” Tardé en contestarles porque el frío me entumecía el cuerpo
y la ropa interior térmica no me cubría ni madres. Además, la conexión entre
ambos temas no era simple. Corazón de
perro satiriza los experimentos de Stalin para crear al Hombre Nuevo. Manipular las leyes de la naturaleza era tan malo como
imponer por decreto un nuevo sistema burocrático. El resultado de laboratorio
era el mismo: engendros repulsivos, mitad perros, mitad seres humanos.
Del experimento soviético, que duró décadas, hubo pueblos
que se llevaron la peor parte. Uno de ellos fue Vladivostok, ciudad natal de Masha.
Por vivir en una zona militar secreta, generaciones enteras de esa región
aguantaron a duras penas un encierro asfixiante, una burocracia enrevesada y
kafkiana, colas largísimas para recibir alimentos básicos, gestiones eternas
para trámites menores, complejidad en vez de sentido común y la obligación de
agradecer servilmente al Kremlin por convertirlos en Hombres Nuevos.
Hasta que el experimento soviético se disolvió en 1991, la
gente de Vladivostok pudo salir del laberinto burocrático. Pero en adelante nadie
quiso sufrir mas enredos por el resto de su vida. Entonces afloraron otro tipo
de problemas sociales. Mi amigo Pavel Shirinov me explica que muchos vecinos
recurrieron al dinero fácil, droga, prostitución y creció un sistema económico básico, elemental, casi de
trueque: te doy una pertenencia mía a cambio de otra tuya. Por eso Vladivostok
es alérgica a las complicaciones: para tomar cualquier decisión, individual o
colectiva, allá se elige la línea recta.
En Monterrey, Masha era feliz sin socializar, preparando
recetas simples. Y como buena nieta de muchas víctimas de Stalin y sus
bolcheviques, le causaba repulsión someterse a la autoridad superior. Por eso
ignoraba las ordenes de nuestro chef italiano. Finalmente, cuando le pedí que
preparara una muestra gastronómica, con platillos de alta cocina de
Vladivostok, su alma sencilla se rebeló. No quería dificultades. Apenas
reflexionó algunas horas y se fue para siempre.
Terminé mi explicación temblando de frío, aunque sospeché que
mis socios del restaurante no compartieron mis razonamientos sobre la renuncia
de la cocinera. Indiferentes, siguieron tomando café. No se por qué recordé un
consejo del endocrinólogo, personaje principal de la novela Corazón de Perro: “si te preocupa la
digestión, a la hora del almuerzo no hables de los bolcheviques”.
Dije antes que no volví a ver a Masha y no soy fiel a la
verdad. Hace días, conduciendo mi carro, frené en un crucero esperando la luz
verde del semáforo. A pocos metros se detuvo una motocicleta de repartidor de
pizza, con dos tripulantes a bordo. El de atrás era mujer. La reconocí en el
acto, pequeñita y encorvada, la filipina grande. Ya no usaba la gorra con
orejeras, parecida a una ushanka. Cuando
levantó la vicera de su casco aparecieron las pecas del rostro. La escuche o
imaginé que me decía en su pésimo español: “nada que sea complicado vale la
pena, nada que sea enredado, nada que te haga la vida más negra de lo que de
por sí es. Simplifica las cosas y listo. Esa piedad por ti mismo te dejará
andar por el mundo en paz”.
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