Hace tiempo,
mi hermano Oscar, mi primo Ramiro González y yo abrimos un restaurante con el
apoyo de un chef italiano. Como queríamos hacer cocina-fusión y no limitar
nuestro menú a pastas, pizzas y canelones, contratamos cocineros de diversos
orígenes étnicos. Una tarde nos cayó una joven rusa, llamada Masha. Era
pequeñita, pecosa y espigada, usaba una filipina que le sentaba grande y una
gorra con orejeras, parecida a las ushankas
moscovitas. Apenas balbuceaba el español, pero ni falta le hacía porque evitaba
abrir la boca o tener el mínimo trato con sus compañeros de trabajo. Sólo
convivía con su pareja, un güerito tan similar físicamente a ella que parecían
hermanos.
“No me hace
caso en nada”, protestó el chef italiano, así que cité a la rusa para que me
explicara el motivo de su indolencia. Masha se sentó frente a mí, encorvando su
espalda y calándose su ushanka en la
cabeza. Me expuso sus argumentos durante quince minutos en idioma extraterrestre,
entre ruso y español, mientras se ponía roja como un tomate y parecían brotarle
más pecas en la cara. Su pareja me tradujo cada una de sus frases, pero salió
peor: me quedé sin poder entenderles nada.
Supe, eso
sí, que Masha había nacido en Vladivostok, en el lejano oriente ruso, donde
termina su recorrido el tren Transiberiano y como su ciudad era zona militar
secreta, el Sóviet Supremo la resguardó fuertemente, así que por varias décadas
ningún foráneo sin rango militar pudo entrar y ningún residente pudo salir,
sepultados en vida en una fortificación más blindada que el corazón de Stalin.
La abuela de Masha, por ejemplo, nunca salió de los linderos de su casa hasta que
murió con más de 80 años a cuestas. Tuvo que disolverse la Unión Soviética, en 1991,
para que los jóvenes como Masha supieran que afuera de Vladivostok había todo
un mundo por visitar y que Cristóbal Colón había descubierto un continente
bautizado luego como América.
Masha
guardó su ropa en una maleta y, según entendí, viajó por vez primera a Moscú.
¿Pero por qué permaneció tan poco tiempo como cocinera en la capital de Rusia?
Un amigo moscovita, Pavel Shirinov, radicado desde hace 20 años en México, me
planteó sus conjeturas: “aunque no lo creas, la mayoría de los bares y restaurantes
en Moscú están sometidos a la Solntsevskaya
Bratva, es decir, a la mafia rusa; los dueños de estos giros sufren
secuestros, extorsiones y pago de piso. Los cárteles de la droga se dividen las
zonas urbanas y los antros son resguardados por guaruras”. No salía yo de mi
asombro cuando respondí: “ahora caigo por qué se vino Masha a México; lo hizo
para librarse de esa vida horrenda”. Pavel Shirinov soltó una risotada como
gruñido de oso siberiano, mientras profería las dos palabras que lo volvían más
mexicano que los nopales: “¡tamaña pendejada!”.
Apenas salí
de la junta con Masha cuando el chef italiano me apremió: “¿se va la rusa?”. Yo
le expliqué lo contrario: se quedaba en el restaurante, entre otras cosas, a
preparar una muestra gastronómica de su país. Lo organizaría dentro de dos
semanas con un menú sofisticado a base de blinis (especie de crepa eslava), salmón
ahumado, mucho vodka y amenizado con la típica danza de cosacos. Me entusiasmó
tanto la idea que esa noche casi no dormí. Pero al día siguiente, Masha
renunció a su trabajo como cocinera. ¿Por qué?
Las razones
que me dio ocuparon el doble de tiempo que la junta previa. Y para variar eran
tan enredadas que no las entendí. Juro, eso sí, que el chef italiano no tuvo
nada que ver. Masha sólo se encorvaba, se ponía roja como un tomate y se calaba
nerviosa la ushanka en la cabeza. El
güerito que era su pareja tampoco supo traducirme gran cosa, así que se
despidieron muy amables y salieron del local tomados de la mano y caput, no volví a verlos más.
Un par de
semanas después, una amiga de Facebook, Svetiana Kutnievitch, me dio sin pretenderlo,
una pista sobre los motivos por los que Masha abandonó el restaurante. “Te
recomiendo ver la película Corazón de
Perro, basada en la novela de Mijaíl Bulgákov”. Como siempre sigo al pie de
la letra las buenas recomendaciones literarias, hice las dos cosas: leer el
libro y ver la película. Y sólo entonces, por pura casualidad (que es otra
forma de referirse al destino), comprendí tristemente por qué Masha renunció de
buenas a primeras a la muestra gastronómica que ella organizaría y a su empleo
en el restaurante.
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