Acabo de leer la novela “Reina de Reyes” (Planeta, 2014), de
Sandra Frid. Su propósito de narrar a lo largo de 263 páginas la vida íntima del
escritor Alfonso Reyes, no rebasa el chisme y el supuesto escándalo de alcoba.
Referirse a nuestro Regiomontano Universal como un infiel machista de siete
suelas, es cargarle las tintas. Valerse de la propia esposa del escritor, doña
Manuelita Mota, como personaje en primera persona, convierte su noveleta en un libelo
que además, carece de rigor histórico.
Sandra Frid revela que a Reyes le encantaban las mujeres
(¡vaya novedad!) pero la fama de mujeriego la cultivó él mismo sin mucho recato
y la escribió como anecdotario personal, desperdigado por varios tomos de sus
obras completas. Por otro lado, Frid peca de anacronismo: frente a la mayoría
de sus contemporáneos, Reyes no era más que un inofensivo diletante del buen
gusto por el sexo opuesto. ¿Un ejemplo? José Vasconcelos que era (ese sí) sí un
don Juan irredento y misógino. Del autor de “Ulises Criollo”, se decía que le
enorgullecía exhibir nueva pareja cada vez que se estrenaba Opera en Bellas Artes.
Pero cierta noche nadie pudo adivinarle quién era la dama con la que entró tomado
del brazo, porque era su esposa.
Frid alude a cierto trauma juvenil de don Alfonso– la muerte
de su padre Bernardo Reyes frente a las puertas del Palacio Nacional en 1913--
lo que empujó al escritor a viajar por el mundo. Pero tanto ajetreo global
tenía un propósito meramente alimenticio: de algo tenía que comer y don Alfonso
se metió de diplomático, cargo que, por cierto, ejerció con dedicación y
entrega (Frid lo acusa de “diplomático errante”, pero es difícil, cuando no
imposible, encontrar “diplomáticos sedentarios”).
Miente Frid cuando sugiere que Reyes despreciaba a los
incultos. Valoraba como nadie la sabiduría popular, los refranes de la gente de
campo y la agudeza de los iletrados y usaba ese tipo de frases de pueblo, que
salpican la mayoría de sus libros, incluso los de temática griega. Eso sí: pese
a su cortesía natural, Reyes no toleraba las ínfulas de grandeza de los
académicos pretenciosos. Pero no era un dandi exquisito de la alta cultura,
como Julio Torri, ni un soberbio parnasiano como Martín Luis Guzmán.
¿Qué de doña Manuelita se conocen pocos datos biográficos a
diferencia de su marido? Obvio: la celebridad era él, no ella. ¿Que don Alfonso
quería más su biblioteca que a su familia? Son cariños distintos. ¿Qué don
Alfonso tuvo una vida sexual muy activa? Falso: él mismo aceptaba que sus
dolencias cardiacas le retaban energías y libido, pero no le inhibían su
coquetería natural, limitada en sus últimos años a lo verbal. ¿Que era vanidoso
porque como embajador le gustaba la prensa y los fotógrafos? Otra vez falso:
fue uno de los grandes escritores de México, en una época cuando los intelectuales
eran figura pública (imposible que pasara desapercibido, como quisiera la autora
de la novela).
Un último apunte: el Reyes doméstico no hablaba como estatua
parlante, a la manera del personaje ceremonioso de la novelita de Sandra Frid.
Le gustaba burlarse de sí mismo, era alburero, bromista, relajado y, cuando los
ingresos se lo permitían, bon vivant. Hace días, mi amigo Horacio Salazar, con
esa envidiable memoria de elefante que tiene, recordó un libro publicado hace
muchos años por la UANL, donde recopilé algunos textos licenciosos de nuestro
ilustre paisano. Lo titulé “El erotismo en Alfonso Reyes” y cada vez que lo
releo vuelve a ganarme la risa por el humor ingenioso y chocarrero que destila
en cada párrafo. Con ese mismo espíritu bondadoso, don Alfonso le hubiera
marcado todos los errores de sintaxis a la novela que le dedicó Sandra Frid,
porque así era de generoso y cordial, virtudes tan escasas en esa tierra
violenta como la que vivió en su tiempo y la que vivimos en la nuestra.
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