30 mil cadáveres por culpa del narcotráfico en menos de 8
años es una cifra que no deja indiferente a nadie. 43 estudiantes desaparecidos
sin una explicación convincente por parte del gobierno, es un símbolo de la
descomposición de la política nacional. 84 fosas clandestinas de las que se
exhuman borbotones de huesos humanos, quemados y con señas de tortura, son un
agujero negro en la gobernabilidad de cualquier país. Más de 100 mil espíritus vindicativos
repudiando por diversas vías la corrupción de la autoridad pública es un
ejemplo de la escalada del hartazgo ciudadano que podría tomar peligrosos
sesgos contra las desvencijadas instituciones.
En España, un país cien veces más seguro que México, una
reciente formación ciudadana de oposición crítica populista, llamada Podemos, de Pablo Iglesias, ha sacado el
tapete al sistema de partidos, carcomido por la corrupción y la inoperancia, al
grado de que ya se pronostica, como mantra general, un cambio radical de mandos
de gobierno. Y si en España una crisis económica que derivó en un vacío institucional
avizora una regeneración democrática de gran calado, ¿qué podemos esperar en
nuestro país, diezmado por la criminalidad y la falta de reflejos de nuestro
aparato público, repleto, eso sí, de mil patrañas justificativas?
A Podemos sus
adversarios del PP y el PSOE le intentan cuestionar su legitimidad con un
argumento bien manoseado: son aventureros políticos que abocarían al desastre a
los españoles. Pero nadie cree tamaño infundio y su rentabilidad del
descontento general cotiza a la alza. En México, los adversarios
institucionales de las protestas ciudadanas pretenden manchar la reputación de
los normalistas desaparecidos, con el sambenito de que son supuestos criminales.
Pero nadie cree el ridículo tinglado que les han armado.
A veces, en política se tiene que decidir el menor entre dos
males. El gobernante se sitúa en la encrucijada de decidir entre opciones
contrarias. El sistema de partidos en España no sabe si continuar con la
rebatinga interna de prebendas políticas a la vieja usanza, entre el PP y el
PSOE, o hacer frente común contra los nuevos actores novatos que amenazan con
enviarlos a la cola electoral.
Pero el sistema político mexicano se enfrenta a una
encrucijada aún peor: aprovechar la actual crisis de inseguridad violenta para
descalabrar públicamente a sus adversarios de izquierda o deshacer con el
consenso de todos los actores políticos una ventolera de repudio social
creciente que amenaza con tornarse un huracán devastador de consecuencias
incalculables para todos.
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