05 noviembre 2014

LA CONSAGRACIÓN DEL POLÍTICO GORRÓN

México es el país de los free-riders. La gente celebra al espectador que se cuela sin pagar en las salas de cine, al usuario que no deposita la tarifa en el camión urbano, a la familia que pone “changos” en su casa para ahorrarse electricidad, al gorrón que cena en una boda sin ser invitado por los novios, al cliente que huye de un bar sin pagar la cuenta. Más jocoso será el individuo que se beneficia de un bien público pero que no está dispuesto a pagar por él: líderes sindicales que no aportan las cuotas a su central obrera (pero derrochan las de sus afiliados), directivos de la CFE que no pagan el consumo eléctrico en sus casas, los amigos del alcalde exentos del predial.

Tan común es el colado, el polizón, el vivales, que el compositor Chava Flores le dedicó una canción famosa: “Los gorrones”. A lo largo de varias estrofas, el anfitrión del jolgorio interroga al desconocido: “a ver, explíquese, ¿cómo se metió usted?”. Y el desconocido le contesta ingenioso: “Yo soy amigo de la hermana de un señor que no vino a la fiesta”. El humor como vacuna contra la equidad, la gracia para no afrontar la parte justa del costo de un servicio. Tin Tan burlando al inspector que le exige su boleto de pasajero en el ferrocarril.

Se supone que el gobierno es el principal vigilante de la equidad en la prestación de bienes de consumo colectivo, producidos para todos. El Estado es responsable de sancionar a quien se excede en el uso de un recurso de propiedad común o quien roba un bien particular. La autoridad pública restaura cualquier desviación en la asignación pareja de recursos entre la población. Legalmente, el gorrón, el vivales, el polizón, el colado, merece ser sancionado proporcionalmente al abuso del bien público que comete, o al bien que roba del patrimonio de otro particular.

¿Pero qué pasa cuando el peor free-rider es el propio servidor público? ¿cuando el mayor vivales es un político? ¿cuando el polizón de un barco es el propio capitán del navío? Algunos teóricos suponen que el free-rider es un “fallo del mercado”, cuando en realidad es el principal “fallo del gobierno”. Un Estado es una organización que provee de bienes públicos a sus miembros, pero en la práctica, muchos burócratas se benefician privilegiadamente de esos bienes. El alto jerarca gubernamental no suele pagar servicios básicos; un gobernador cuenta ahora con más de 100 agentes de seguridad personal, avión y helicóptero, vehículos blindados, decenas de asistentes a su servicio y al de su familia. Bienes públicos utilizados como bienes privados.

No es extraño el resultado de recientes encuestas a adolescentes mexicanos: el 80 por ciento anhela ingresar al servicio público, es decir, quiere ser político. El problema es también aspiracional: si todos quieren ser free-riders, nadie estará dispuesto a colaborar socialmente, pocos estarán dispuestos a pagar impuestos, aún menos aceptarán alinearse al grupo de los equitativos, porque les será más redituable formar parte de los abusivos. ¿Para qué correr riesgos como inversionistas de un negocio privado, si como funcionarios puede manejar discrecionalmente recursos públicos? Y luego nos escandalizamos con las fotos de políticos de segunda en las portadas de las revistas de sociales. Asistimos a la consagración del free-riders, o a la canonización secular de los gorrones. 

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