En Cuba la
trova ha evolucionado conforme involucionó la situación económica de la Isla. Pero
en México la trova parece subvalorarse en paralelo a la involución política del
país. Muchos trovadores aztecas se han vuelto light: covers de clásicos, relevos generacionales con pobre
propuesta, Alejandro Filio repitiendo sus fórmulas de los noventa en su
reciente álbum, “Se trata de sentir” (2014), donde el compromiso político es
apenas testimonial. Por supuesto, varias golondrinas, con conceptos musicales
innovadores, sí hacen verano en nuestro país.
Mientras
tanto, el tejido social en México se descompone y se rompen los canales
institucionales de expresión política. Campea la violencia en las ciudades, el
campo, los partidos y los medios de comunicación. El estado de ánimo de la
población, sin puntos cadrinales, se ensombreció repentinamente. Lo sólido (si
alguna vez lo fue) se desvanece en el aire. La desconfianza cobra ribetes de
desafío. Un espiral de rabia que nadie sabe a dónde podría llegar.
En Cuba,
por el contrario, salvando la pluralidad de propuestas, la trova ha
evolucionado a una especie de soledad solidaria: el relevo generacional que
abre la boca frente a sus padres políticamente elusivos, el desencanto que
destila la utopía, la impotencia que agota los resabios de la fe, el abandono
de la quimera que acentúa el aislamiento asfixiante. Canta Santiago Feliú su
intención de “no tener que resistir, / nostálgico, esperando el ayer”. Cuando
lo único que resta es esperar el ayer y la esperanza se conjuga en tiempo
pasado, la era ya no está pariendo un corazón, como decía Silvio Rodríguez,
sino una granada de mano.
Hace días,
cenando con un grupo de trovadores cubanos, el decano de ellos me confió que
todo su repertorio musical es una variación del poema “Isla”, del gran poeta y
escritor Virgilio Piñera: “Se me ha anunciado que mañana / a las siete y seis
minutos de la tarde / me convertiré en una isla / isla como suelen ser las
islas”. Omito el nombre del trovador porque me pidió no abonarle más a su mala
reputación ante las autoridades cubanas, además de que Piñera no deja de ser un
compañero controvertido en el misal literario de las Antillas.
Nunca una
metáfora (la Isla) se había convertido en realidad palpable mientras la aldea
global le voltea la cara, indiferente, a esa tierra crepuscular, rodeada de
agua, donde soñar se ha vuelto una obligación y no un derecho social, como el
niño que espera un día que no acaba de llegar. Si el mexicano desconfía
abiertamente, por miedo, el cubano tiene miedo sotto voce de confiar. Literalmente, lo mata la espera. ¿Por qué?
De nuevo Carlos Varela con sus metáforas: “Yo tuve un jardín / que fue
creciendo conmigo. / Años después, un humo negro en el cielo, / la Inquisición
/ quemó mi bosque con fuego, mi bosque”.
La trova
nunca ha sido popular, ni en México ni en Cuba. Tiene la condición de ser un
género marginal, casi clandestino, apartado de los circuitos comerciales. Pero
cada vez que se convoca a alguno de sus exponentes a la Plaza de la Revolución,
de La Habana, una muchedumbre sale milagrosamente por debajo de las piedras y
se concentra a cantar como el verdadero protagonista del concierto. El
cantautor sólo se limita a acompañarla con su guitarra y coreando sus
estribillos.
En México
pasa un fenómeno parecido: las peñas han cerrado en su mayoría por deserción de
clientela, por aburrimiento de aficionados o por claudicación del modelo de
negocio, pero cada vez que se promociona a Silvio Rodríguez para venir a cantar
en algún auditorio masivo, se agotan las localidades. Y es que la trova, ese
muerto que dijo haber matado la incultura, goza de cabal salud. O simplemente
andaba de parranda.
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