16 noviembre 2014

LA TROVA QUE AGONIZA EN MÉXICO Y REVIVE EN CUBA (I)


En México, la trova no pasa por su mejor época. Las peñas son parte de la nostalgia de mi generación. El tequila y el ron ya no suelen ser acicates para la inteligencia, sino carburante para estamparse contra cualquier poste urbano. Los exponentes de la nueva y vieja trova mexicana, como los que ha reunido recientemente en Monterrey el osado Ernesto Pérez “El Gallo”, son aventureros urbanos, héroes de las resistencia local contra el mercantilismo rampante y defensores del corazón en contra del pensamiento uniforme de Televisa y sus artistas estandarizados.

Canciones compuestas con patrones muy elementales, ritmos sin el mínimo rasgo original, letras ayunas de inspiración y voces entrenadas en serie en un mediocre coro de afónicos y chachalacas sin gracia ni talento: ese es nuestro actual páramo musical. Por eso, es imposible que, salvo honrosas excepciones, las nuevas generaciones de mexicanos puedan repetir lo dicho alguna vez por Bruce Springsteen: “ Se aprende más a través de tres minutos de una canción que lo que se aprende en toda la escuela”. Y es que en México, el aprendizaje de la mayoría de las canciones de género pop, recién estrenadas en la tele o en los covers pinchurrientos de La Voz México, son más bien un desaprendizaje: la incultura y lo rascuache como único medio para el lucimiento personal. “La exageración de la tuba y el trombón: soy burro y lo celebro”, dice el siempre claridoso Gerardo López Moya.    

Cuba, en cambio, quizá por efectos de su marginación global, o como catarsis a un entorno de Período Especial ya permanente a partir de los años 90, o porque cuenta con la necesaria receptividad entre los aficionados a este tipo de expresiones artísticas (en La Habana se vive cantando, o se canta sobreviviendo) sí ha cultivado una nueva generación de troveros de la herejía (como se denominan ellos mismos). Con esto, los cubanos han ganado mucho en su educación sentimental y en su adiestramiento emotivo para valorar lo que es manifestación artística frente a lo que es mero truco o chapuza comercial. 

Lo curioso es que los miembros representativos de la nueva trova, hijos simbólicos de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Noel Nicola y herederos del cataclismo económico que parece eterno, crecen en la Isla en infinidad de ramificaciones de estilo y ritmos (desde baladistas como December Bueno, intérpretes de reggaetón como Gente de Zona o raperos como Los Aldeanos) pesa a lo difícil que significa usar Internet para descargar música o a las escasas tiendas de discos que persisten a duras penas o a la censura oficial (cada día más lánguida por fastidio antes que por real convencimiento, pero que aún da sus coletazos de caimán octogenario).

Quedan, sin embargo, los canales de distribución bajo tierra, la piratería que practican los “cuentapropistas” (esos que a instancia personal se las ingenian para comprar y vender bienes y servicios) los CDs que se queman y traspasan mano a mano y oreja a oreja, la radio donde “a veces me pasan (…) a veces no” como canta Carlos Varela en “Memorias”. Y, sobre todo, queda la Plaza de la Revolución, ese espacio público que se convierte eventualmente en escenario de las nuevas expresiones culturales, con la asistencia multitudinaria de cubanos y foráneos.

Ningún cantautor mexicano podrá medir los posibilidades de su sensibilidad musical mientras no estudie a fondo el lirismo de las canciones de Santiago Feliú, la agudeza sutil pero punzante de Frank Delgado, o las metáforas amorosas mezcladas con parábolas políticas de ese virtuoso de la composición llamado Carlos Varela, cronista de la dureza de la vida cotidiana insular, de las diáspora cubana, de las malas relaciones familiares, del exilio interior, del tedio y la insatisfacción clandestina por la burocracia que lo envejece todo, resumida en la canción “Guillermo Tell”: Guillermo Tell, tu hijo creció / quiere tirar la flecha / le toca a él probar su valor / usando tu ballesta.

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