En México,
la trova no pasa por su mejor época. Las peñas son parte de la nostalgia de mi
generación. El tequila y el ron ya no suelen ser acicates para la inteligencia,
sino carburante para estamparse contra cualquier poste urbano. Los exponentes
de la nueva y vieja trova mexicana, como los que ha reunido recientemente en
Monterrey el osado Ernesto Pérez “El Gallo”, son aventureros urbanos, héroes de
las resistencia local contra el mercantilismo rampante y defensores del corazón
en contra del pensamiento uniforme de Televisa y sus artistas estandarizados.
Canciones
compuestas con patrones muy elementales, ritmos sin el mínimo rasgo original, letras
ayunas de inspiración y voces entrenadas en serie en un mediocre coro de
afónicos y chachalacas sin gracia ni talento: ese es nuestro actual páramo
musical. Por eso, es imposible que, salvo honrosas excepciones, las nuevas
generaciones de mexicanos puedan repetir lo dicho alguna vez por Bruce
Springsteen: “ Se aprende más a través de tres minutos de una canción que lo
que se aprende en toda la escuela”. Y es que en México, el aprendizaje de la
mayoría de las canciones de género pop, recién estrenadas en la tele o en los covers pinchurrientos de La Voz México, son más bien un
desaprendizaje: la incultura y lo rascuache como único medio para el lucimiento
personal. “La exageración de la tuba y el trombón: soy burro y lo celebro”,
dice el siempre claridoso Gerardo López Moya.
Cuba, en
cambio, quizá por efectos de su marginación global, o como catarsis a un
entorno de Período Especial ya permanente a partir de los años 90, o porque
cuenta con la necesaria receptividad entre los aficionados a este tipo de
expresiones artísticas (en La Habana se vive cantando, o se canta
sobreviviendo) sí ha cultivado una nueva generación de troveros de la herejía
(como se denominan ellos mismos). Con esto, los cubanos han ganado mucho en su
educación sentimental y en su adiestramiento emotivo para valorar lo que es
manifestación artística frente a lo que es mero truco o chapuza comercial.
Lo curioso
es que los miembros representativos de la nueva trova, hijos simbólicos de
Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Noel Nicola y herederos del cataclismo
económico que parece eterno, crecen en la Isla en infinidad de ramificaciones
de estilo y ritmos (desde baladistas como December Bueno, intérpretes de
reggaetón como Gente de Zona o
raperos como Los Aldeanos) pesa a lo
difícil que significa usar Internet para descargar música o a las escasas
tiendas de discos que persisten a duras penas o a la censura oficial (cada día
más lánguida por fastidio antes que por real convencimiento, pero que aún da
sus coletazos de caimán octogenario).
Quedan, sin
embargo, los canales de distribución bajo tierra, la piratería que practican
los “cuentapropistas” (esos que a instancia personal se las ingenian para
comprar y vender bienes y servicios) los CDs que se queman y traspasan mano a
mano y oreja a oreja, la radio donde “a veces me pasan (…) a veces no” como
canta Carlos Varela en “Memorias”. Y, sobre todo, queda la Plaza de la
Revolución, ese espacio público que se convierte eventualmente en escenario de
las nuevas expresiones culturales, con la asistencia multitudinaria de cubanos
y foráneos.
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