La Biblioteca José Vasconcelos, al norte de la ciudad de
México, es una obra de arte. Sus repisas metálicas flotan en una geometría
aérea, como suspendidas en estructuras ligeras. En medio del recinto, una
escultura del gran artista Gabriel Orozco, compuesta a partir del esqueleto de
un mamífero, parece remontar en cualquier momento el vuelo. Luis Carlos Ugalde
nos invita a Pedro Aguirre, Toño Mondragón y a mí a subir hasta el último piso
transparente de este modelo de orden arquitectónico. En este universo cerrado,
interno, todo permanece en su lugar: nada desentona la armonía del conjunto
monumental de cristal y acero.
En el exterior,
en cambio, reina el caos. Las protestas multitudinarias estrangulan las
principales avenidas. Una estación de metrobús humea tras ser quemada por los
manifestantes: destruyeron los muros de vidrio, las máquinas de cobro, las
marquesinas y las barreras de metal. Los agentes de seguridad han desviado el
tránsito y la anarquía devora vialidades completas. La indignación masiva por
la desaparición de los 43 normalistas sube de tono día tras día y no parece
tener fin.
Salimos de la Biblioteca a tomar una copa. Entramos a un bar.
Vadeamos a un grupo de jóvenes que corean consignas y blanden pancartas de
condena al Estado. Pedro Aguirre está de acuerdo con que la gente proteste, que
sea exigente y ponga en entredicho a la autoridad pública, pero previene a los
radicales: no se puede abrir la puerta a los demonios de la ingobernabilidad,
porque de ahí al autoritarismo solo hay un paso.
Dejo un rato la mesa del bar, con mis amigos, y prefiero
acercarme a los muchachos que protestan en la estación del metro; la mayoría
son mujeres, menores de edad, universitarias. Me apena su dolor y su coraje que
creo sinceros. Buscan solidarizarse, a su manera, con sus compañeros
estudiantes, desaparecidos en Guerrero. A cada minuto se concentran más en un
rincón poco iluminado. Los agentes de seguridad los miran distantes.
Pienso en la opinión de Luis Carlos Ugalde: el gobierno
apostó por un nuevo modelo de gobernabilidad, detonando el crecimiento
económico. Las reformas que promovió Peña Nieto a partir del Pacto por México en
general fueron buenas. Pero durante el proceso se encapsuló mediáticamente la
inseguridad pública. Como si bastara con no hablar de ella para erradicarla por
arte de magia. Y la terca realidad nos explotó muy pronto. Las reformas por
México surtirán efecto dentro de varios años. En cambio, la crisis de Iguala y
otras que se urden en Tamaulipas y Veracruz, están a punto de estallarnos en la
propia cara.
En los planes de los gobernantes el orden se ejerce sin
complicaciones. Son la versión mental de la Biblioteca José Vasconcelos: un
universo cerrado, geométrico, donde todo permanece en su lugar. En la realidad,
en cambio, el orden es frágil, cambiante; lo sólido se convierte en humo y hierros
calcinados, como esa estación de metrobús destrozada, que simboliza lo que
México puede sufrir si no combatimos la impunidad, el clientelismo, si persiste
la escasa rendición de cuentas y un Estado fiscalmente pobre y endeble.
Luis Carlos Ugalde se despide de nosotros, esperando que los
jóvenes no terminen por reclamarle a gobierno y partidos por igual, lo mismo
que exigieron en Argentina 2001: “Que se vayan todos”. Y que la violencia desatada
no nos deje como el esqueleto de ese mamífero que flota, inanimado, en la sala
principal de la Biblioteca, como profecía que nadie quiere ver cumplida jamás.
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