20 noviembre 2014

Iguala y la invocación de las pesadillas

La sociedad en México está polarizada. Desde la irrupción del EZLN en los Altos de Chiapas, en 1994, no habíamos presenciado una pugna social tan enconada, como la que estalló a partir de la desaparición de los 43 normalistas de Guerrero. De uno a otro bando, los agravios verbales y escritos rebasan las posiciones ideológicas: no es un debate sino un choque de espadas.

El llamado “Momento de México” se ha evaporado y no se trata de buscar quien la debe sino quien la paga. Esta violencia de temperamentos opuestos se convierte en violencia a secas, que muy pocos pueden o quieren detenerla. No sería la primera vez en nuestra historia: el México profundo es una fiera al acecho que, en el instante más inesperado, asesta su zarpazo mortal. Es el plato de sangre en nuestra mesa, como lo denominó Octavio Paz. Es la erupción del país atroz, como lo definió José Revueltas. Son los días incendiarios, como poetizó Efraín Huerta.

No es lo mismo inseguridad pública que violencia social. El primer escenario registra un saldo de 22 mil muertos, desde 2006, por culpa del crimen organizado. La complicidad de los delincuentes con muchas autoridades públicas --¿quiénes son unos y quienes son otros? – es evidente desde el sexenio pasado.

Pero el segundo escenario, la violencia social, sacude a un país peor que un cataclismo: es el espanto masivo donde todos pretenden ser víctimas y, a la larga, nadie acepta ser culpable. Nadie en su sano juicio lo desea, aunque es tierra fértil para quienes suelen sacar provecho del caos. Dicen que es parte de la idiosincrasia mexicana. No lo creo. Ninguna persona y, por ende, ninguna sociedad, está condenada a cumplir un destino funesto.


El futuro no está escrito. Pero puede mancharse si no contenemos el odio general, la ira sin freno, la confrontación que nace del descontento colectivo. Basta leer la historia reciente de México: cómo se incendió el país tras el asesinato de Madero, el caldero hirviente que se volcó en Tlatelolco y la represión inclemente de los 70. Mejor despertar a tiempo que propiciar las pesadillas.             

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