La sociedad en México está polarizada. Desde la irrupción
del EZLN en los Altos de Chiapas, en 1994, no habíamos presenciado una pugna
social tan enconada, como la que estalló a partir de la desaparición de los 43
normalistas de Guerrero. De uno a otro bando, los agravios verbales y escritos
rebasan las posiciones ideológicas: no es un debate sino un choque de espadas.
El llamado “Momento de México” se ha evaporado y no se trata
de buscar quien la debe sino quien la paga. Esta violencia de temperamentos
opuestos se convierte en violencia a secas, que muy pocos pueden o quieren
detenerla. No sería la primera vez en nuestra historia: el México profundo es
una fiera al acecho que, en el instante más inesperado, asesta su zarpazo
mortal. Es el plato de sangre en nuestra mesa, como lo denominó Octavio Paz. Es
la erupción del país atroz, como lo definió José Revueltas. Son los días
incendiarios, como poetizó Efraín Huerta.
No es lo mismo inseguridad pública que violencia social. El
primer escenario registra un saldo de 22 mil muertos, desde 2006, por culpa del
crimen organizado. La complicidad de los delincuentes con muchas autoridades
públicas --¿quiénes son unos y quienes son otros? – es evidente desde el
sexenio pasado.
Pero el segundo escenario, la violencia social, sacude a un
país peor que un cataclismo: es el espanto masivo donde todos pretenden ser
víctimas y, a la larga, nadie acepta ser culpable. Nadie en su sano juicio lo
desea, aunque es tierra fértil para quienes suelen sacar provecho del caos.
Dicen que es parte de la idiosincrasia mexicana. No lo creo. Ninguna persona y,
por ende, ninguna sociedad, está condenada a cumplir un destino funesto.
El futuro no está escrito. Pero puede mancharse si no
contenemos el odio general, la ira sin freno, la confrontación que nace del
descontento colectivo. Basta leer la historia reciente de México: cómo se
incendió el país tras el asesinato de Madero, el caldero hirviente que se volcó
en Tlatelolco y la represión inclemente de los 70. Mejor despertar a tiempo que
propiciar las pesadillas.
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