En México
la discusión pública no la gana nadie porque más que argumentos, se esgrimen
amenazas: todo es descalificación a la persona y atrincheramiento en las
posturas políticas propias.
En el
mejor de los casos, los políticos de cualquier partido y sus defensores o
detractores de redes sociales sólo convencen a quienes coinciden de antemano
con sus reflexiones. Y es que al margen de sus
alcances discursivos (muy pobres) culturales (no muchos) políticos (muy
retorcidos) económicos (muy elementales), los polemistas mexicanos no saben
conjugar el verbo debatir.
Es
comprensible: en México no hay cultura del debate. En Estados Unidos, entre
elecciones primarias y elecciones abiertas, un político debatirá en promedio 45
veces en su vida; en Francia lo hará 38 veces; en Inglaterra un Primer Ministro
debate casi a diario con el gabinete opositor (shadow cabinet).
Los
grandes polemistas en México, Nemesio García Naranjo, Alejandro Gómez Arias, y
más recientemente Heberto Castillo y Carlos Castillo Peraza son leyendas ya
lejanas. ¿Cuántas veces habrán debatido sus ideas para gobernar, al margen de
los discursos para seguidores o acarreados, un alcalde o un gobernador? Muy
pocas. Y muy pobremente.
A los
polemistas en México los representan sus clichés, los lugares comunes que se
creen vaciladas ocurrentes, los monólogos extremistas que se autoexcluyen; los
discursos sordos que se encierran en el baño para discursear soliloquios, y el
pensamiento único como cómodo blindaje personal, que no se preocupa por urdir
el mínimo argumento. ¿Entonces, cómo vamos a analizar así, colectivamente, los
grandes problemas nacionales?
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