12 noviembre 2014

EL BAUTIZO DE LOS RESTOS HUMANOS


Hace muchos años se libró en México una de nuestras múltiples batallas sangrientas. Murieron muchos jóvenes que no rebasaban los veinte años. Las madres de los muchachos exigieron sus cadáveres para velarlos. Protestaron ante las autoridades mexicanas porque los cuerpos de sus difuntos seguían desaparecidos.

Sobre el deshonor de la derrota se empalmaba ahora el desconsuelo de las madres, a punto de volcarse en indignación militante. El ejército regresó al lugar de la batalla y se topó con un dilema: ¿cómo identificar en ese amasijo de huesos y ceniza a los jóvenes muertos, revueltos con los restos de los invasores?

El entonces Secretario de Guerra resolvió ahí mismo el dilema con decisión salomónica. Ordenó a los médicos forenses que juntaran varios montones de huesos. Completaron mal que bien varios esqueletos. Entretanto, los soldados miraban intrigados a su superior.

El Secretario de Guerra formó en fila a los forenses para leerles un papel. Al primero de ellos le soltó la pregunta a bocajarro: “¿Me puede usted asegurar que estos son los restos de Juan de la Barrera?” El médico le respondió dudoso que no. “Pues lo son”, recalcó el General.

Luego siguió con otro médico: “¿Me puede asegurar que estos son los restos de Fernando Montes de Oca?” y la respuesta volvió a ser vacilante, temerosa. “Pues lo son”, repitió más fuerte el General. Así siguió preguntando por los restos de cada cadete, hasta que terminó la lista de nombres apuntados en el papel.

Esto sucedió en el siglo XIX. En la actualidad, ya podemos identificar los cuerpos estudiando su ADN. Basta aislar una célula entre los restos humanos para reconocer a quién perteneció en vida. Y cómo se llamó.


Pero desde hace dos sexenios, la identificación en México de cenizas y cadáveres de los desaparecidos a causa del crimen organizado sigue siendo un acto de fe. Y la respuesta oficial ante tanta duda suele resolverse con el mismo desparpajo de aquel general legendario: “Pues lo son”.      

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