Hace muchos
años se libró en México una de nuestras múltiples batallas sangrientas.
Murieron muchos jóvenes que no rebasaban los veinte años. Las madres de los
muchachos exigieron sus cadáveres para velarlos. Protestaron ante las
autoridades mexicanas porque los cuerpos de sus difuntos seguían desaparecidos.
Sobre el
deshonor de la derrota se empalmaba ahora el desconsuelo de las madres, a punto
de volcarse en indignación militante. El ejército regresó al lugar de la
batalla y se topó con un dilema: ¿cómo identificar en ese amasijo de huesos y
ceniza a los jóvenes muertos, revueltos con los restos de los invasores?
El entonces
Secretario de Guerra resolvió ahí mismo el dilema con decisión salomónica. Ordenó
a los médicos forenses que juntaran varios montones de huesos. Completaron mal
que bien varios esqueletos. Entretanto, los soldados miraban intrigados a su
superior.
El
Secretario de Guerra formó en fila a los forenses para leerles un papel. Al
primero de ellos le soltó la pregunta a bocajarro: “¿Me puede usted asegurar
que estos son los restos de Juan de la Barrera?” El médico le respondió dudoso
que no. “Pues lo son”, recalcó el General.
Luego
siguió con otro médico: “¿Me puede asegurar que estos son los restos de
Fernando Montes de Oca?” y la respuesta volvió a ser vacilante, temerosa. “Pues
lo son”, repitió más fuerte el General. Así siguió preguntando por los restos
de cada cadete, hasta que terminó la lista de nombres apuntados en el papel.
Esto
sucedió en el siglo XIX. En la actualidad, ya podemos identificar los cuerpos
estudiando su ADN. Basta aislar una célula entre los restos humanos para
reconocer a quién perteneció en vida. Y cómo se llamó.
Pero desde
hace dos sexenios, la identificación en México de cenizas y cadáveres de los
desaparecidos a causa del crimen organizado sigue siendo un acto de fe. Y la
respuesta oficial ante tanta duda suele resolverse con el mismo desparpajo de
aquel general legendario: “Pues lo son”.
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