Hace días
platiqué con un par de amigos de Sudáfrica radicados en México sobre un libro
que leí: “Historia Mundial de la Megalomanía”. Les conté la fascinación que me
provoca el culto a la personalidad: el gobernante que se cree divino es una de
las peores enfermedades para un país. Los megalómanos abundan lo mismo en las
artes que en los negocios. Sin embargo, Salvador Dalí, que se consideraba a sí
mismo un Dios, no hizo daño a nadie. Steve Jobs, que se creía superior al resto
de los mortales, no gastó un solo dólar que no ganara en sus empresas
privadas.
En cambio,
un megalómano con poder político arruina las finanzas de cualquier país. Y el
continente africano, igual que América Latina, está lleno de esos ególatras
marca diablo. Uno de ellos, Jean Bedel Bokassa, tuvo la ocurrencia de coronarse
rey de su nación a mediados de los años setenta, imitando la ceremonia en la
que Napoleón se erigió emperador. En México tampoco cantamos mal las rancheras.
Por esas mismas fechas inauguramos una gigantesca estatua ecuestre del
Presidente José López Portillo, sobre la avenida Gonzalitos, de Monterrey.
Da igual
que Bokassa, Idi Amin o López Portillo se creyeran la última coca en el
desierto. Allá ellos y sus inseguridades personales. El problema es que rendían
culto a su personalidad con el dinero de los ciudadanos, a quienes veían como
súbditos. La única diferencie entre ellos es que en algunos países las
monarquías de mentiras duran sólo hasta el próximo golpe de Estado y en otros
países los Presidentes mesiánicos duran nomás seis años. A mis amigos de
Sudáfrica les confié un sueño perverso: de tener frente a mí a alguno de estos
megalómanos le daría una cachetada para que supiera que es un simple mortal.
“¿Te
atreverías a hacerlo?” me retó uno de mis amigos sudafricanos y yo
envalentonado le contesté que sí, al cabo los sueños, sueños son. “Pues yo te
presento a uno. Tengo familiares en Sierra Leona. Allá llegó al poder siendo
muy joven un megalómano de la misma edad que tú. Se llama Valentine Strasser”.
Como todo gobernante que rinde culto a su personalidad, Valentine se mandó
hacer un palacio, estatuas, retratos, poemas glorificándolo y varias decenas de
discotecas en donde bailaba cada noche con una modelo distinta. Nunca usó dos
veces la misma camisa, todas marca Versace”.
Su caso me
pareció tan trillado que no me dio la gana darle una cachetada. Menos cuando la
mala suerte lo zarandeó después hasta el cansancio: duró muy poco en el poder (no
todos los megalómanos son afortunados). Un golpe de Estado lo exilió a
Inglaterra. Allá vivió de incógnito, casi en la miseria, como estudiante en la
Universidad de Warwik y de arrimado en el departamento de una novia, hasta que
descubrieron su verdadera identidad. Le dieron una paliza en la estación de un
metro de Londres y lo expulsaron del país.
“Ahora vive
en Nairobi”, me aclaró mi amigo sudafricano, “es un cuarentón encorvado; está
casado con una prima mía y es diseñador gráfico, pero no tiene empleo estable”.
De su anterior vida como megalómano apenas le quedan un par de poemas alusivos
a su origen divino, tres camisas Versace y una fotografía montado en un tanque
de guerra que ya subió a su muro de Facebook. “¿Quieres conocerlo?” me preguntó
y como le respondí que sí, viajaremos en un par de días a Kenia, con unos
boletos de avión a mitad de precio, aprovechando la temporada baja y hospedados
en su propia casa.
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