Entre los mejores boxeadores de todos los tiempos, Rocky Marciano destacó como uno de
los más grandes en la categoría de
peso completo. No era dueño de una técnica depurada, era
tosco, fofo, pero sabía resistir estoico los embates del contrario: los medía
palmo a palmo hasta el instante mágico en que los derribaba de un certero
gancho al hígado. Coronaba su victoria soltando improperios, más como desfogue
que como expresión de odio. Y es que en el fondo, Rocky Marciano era un
quebrador de narices muy sentimental.
Entre los diez mejores periodistas de todos los tiempos,
acaso el mejor en la categoría de editores, está Benjamin C. Bradlee, que acaba
de morir ayer a los 93 años. No era dueño de una técnica fina, era tosco,
atrabancado, pero sabía resistir las presiones de los poderosos como Richard
Nixon, el Pentágono, y de sus propios colegas mediáticos, hasta la mañana
mágica en que los derribaba con sus mortíferas primeras planas. Coronaba su
búsqueda de la verdad con un lenguaje de camionero, más como descarga de su
tensión emocional que como soberbia. Y es que en el fondo, Ben Bradley era un
quebrador de prestigios muy sentimental.
Al inicio de su carrera pugilística, Rocky Marciano dudó
entre el box y el béisbol, pero descubrió que su derecha era débil para lanzar
la pelota. Así que eligió el destino que lo encumbró a la gloria deportiva. Al
inicio de su vida adulta, Ben Bradlee dudó entre el servicio diplomático y el
periodismo, pero comprobó que lo suyo no era la cortesanía palaciega sino su
capacidad de encaje y su pegada. Así que escogió el oficio
curtido en las salas de redacción y las rotativas. Ambos, Rocky Marciano y Ben Bradlee terminaron por preferir el
sano deporte de aniquilar rivales a base de golpes y resistencia física-mental.
El saldo profesional de Ben Bradley como director de The Washington Post marca un record
insuperable de victorias por knockout. Había tumbado a un Presidente de EUA
(tras soltar a sus mastines Bob Woodward y Carl Bernstein, para destapar el
caso Watergate), había evidenciado documentos secretos de la guerra de Vietnam,
había incubado 18 premios Pulitzer y se había dado el lujo de cambiar para
siempre el estilo de hacer periodismo de investigación, con su camisa de vestir
arremangada, la corbata floja, las piernas cruzadas encima del escritorio y el
corazón latiéndole furioso hasta dar con la nota del día.
Rocky Marciano, el boxeador, odiaba el escándalo dentro y
fuera del ring. Por eso se quitó prematuramente los guantes y se retiró a vivir
en paz con su familia (el gusto le duró poco porque se cayó de un avión a los
42 años de edad). Ben Bradlee, el periodista, también se jubiló invicto de las
salas de redacción, luego de diez mil días de buscar continuamente la nota
periodística, hasta el 31 de julio de 1991. Su última jornada de trabajo pasará
a la historia del periodismo por el respeto que le tributaron sus
colaboradores. Se Cuenta en broma que fue tan larga la lista de colegas que tomaron
la palabra esa mañana, que el hijo recién nacido de una reportera hubiera
tenido tiempo durante los discursos de crecer lo suficiente para pronunciar él
mismo una cuantas palabras.
Una vieja foto en blanco y negro eternizó el instante justo
en que Rocky Marciano era despedido en medio de aplausos, al finalizar la
última rueda de prensa que dio pocos días antes de morir. Otra foto, igualmente
nostálgica, congeló el momento preciso en que un Ben Bradlee emocionado hasta
las lágrimas cerró por última vez su despacho mientras todos los empleados de The Washington Post, al unísono,
espontáneamente, lo despidieron con una lluvia de aplausos tan atronadores que
los vidrios del edificio entero se cimbraron durante la ceremonia del adiós.
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