Chris
Kyle nació en Cotulla, Texas, y su
primer oficio fue jinetear caballos en los rodeos. Desde joven se forjó una
estampa de rubio fornido y barba de candado. Tras sufrir una lesión montando un
toro, se alistó como marine y pasó de amansar caballos a matar musulmanes en Irak. Chris se
volvió el más célebre francotirador americano y en apenas unos años cumplió la
meta de liquidar, uno tras otro, casi en fila india, a 250 iraquíes
insurgentes. Con todo, fueron menos muertos que mujeres a las que se ligó. Le
decían “El demonio de Ramadi” y era el orgullo de sus amigos texanos.
¿Su mayor hazaña en Irak? Una mujer musulmana sujetaba a un niño con una mano, y con la otra apuntaba con un lanzacohetes a un convoy americano. A una distancia de 2 mil metros, Chris calculó el blanco desde la mira telescópica y accionó el gatillo: un tiro en el cuello fulminó a la mujer. “Fue la cosa más divertida que he vivido” confesó luego Chris a FoxTV.
En la base militar, desde una duna iraquí, Chris solía otear las tiendas de campaña de los soldados dormidos, iluminadas por la luna. Decía que eran como sus hermanos menores. Luego regresó a la vida civil, condecorado y con ganas de seguir matando. Pero los héroes armados, al retornar al hogar, se quitan la armadura, cuelgan las medallas, enfundan las espadas y se someten a la dulce tiranía de sus mujeres. Chris, el ex marine, se fracturó el pie reparando el tejado; se cortó una mano al instalar fibras solares en su casa, resintió la lesión lumbar de cuando fue jinete de rodeo.
Y su mujer lo regañaba, fastidiada de tener a un salvaje en casa, hasta obligarlo un día a dejar su carrera militar, para que aprendiera a sufrir las molestias diarias, como la gente común y corriente; ir a Wall Mart, cobrar la pensión, pagar sus impuestos y llevar a los hijos a la escuela. Para entretenerse, o por ganar unos dólares, escribió (o le escribieron) sus memorias de guerra. Las tituló “American Sniper”. Fue un best seller por un par de semanas.
Una tarde, el benévolo Chris quiso ayudar a un joven colega suyo, un ex marine con los nervios destrozados. Lo llevó a distraerse a un campo de tiro, cerca de su casa. Con las orejeras puestas, calados los lentes de protección, tiraron por horas a postes y blancos móviles; Chris demostró mejor puntería porque era un experto y eso no se quita ni metiendo por años el fusil en el armario.
Pero sin venir a cuento, su amigo, o la neurosis de su amigo, o la mala suerte, apuntó a Chris Kyle en la nuca, cerró los ojos para no ser testigo de su propia locura y con la frialdad de los trastornados le descerrajó un tiro a quemarropa. Chris Kyle, el ex jinete, el héroe de guerra, el ex marine, cayó agonizante, tembloroso. Murió dos minutos más tarde. Estaba por cumplir 40 años.
Moraleja de la vida de Chris Kyle: las armas que portan los vaqueros de Texas sirven para demostrarse a sí mismos y al resto de los mortales que son los únicos hombres de ley que quedan en este mundo poblado de cobardes. ¿O no?
¿Su mayor hazaña en Irak? Una mujer musulmana sujetaba a un niño con una mano, y con la otra apuntaba con un lanzacohetes a un convoy americano. A una distancia de 2 mil metros, Chris calculó el blanco desde la mira telescópica y accionó el gatillo: un tiro en el cuello fulminó a la mujer. “Fue la cosa más divertida que he vivido” confesó luego Chris a FoxTV.
En la base militar, desde una duna iraquí, Chris solía otear las tiendas de campaña de los soldados dormidos, iluminadas por la luna. Decía que eran como sus hermanos menores. Luego regresó a la vida civil, condecorado y con ganas de seguir matando. Pero los héroes armados, al retornar al hogar, se quitan la armadura, cuelgan las medallas, enfundan las espadas y se someten a la dulce tiranía de sus mujeres. Chris, el ex marine, se fracturó el pie reparando el tejado; se cortó una mano al instalar fibras solares en su casa, resintió la lesión lumbar de cuando fue jinete de rodeo.
Y su mujer lo regañaba, fastidiada de tener a un salvaje en casa, hasta obligarlo un día a dejar su carrera militar, para que aprendiera a sufrir las molestias diarias, como la gente común y corriente; ir a Wall Mart, cobrar la pensión, pagar sus impuestos y llevar a los hijos a la escuela. Para entretenerse, o por ganar unos dólares, escribió (o le escribieron) sus memorias de guerra. Las tituló “American Sniper”. Fue un best seller por un par de semanas.
Una tarde, el benévolo Chris quiso ayudar a un joven colega suyo, un ex marine con los nervios destrozados. Lo llevó a distraerse a un campo de tiro, cerca de su casa. Con las orejeras puestas, calados los lentes de protección, tiraron por horas a postes y blancos móviles; Chris demostró mejor puntería porque era un experto y eso no se quita ni metiendo por años el fusil en el armario.
Pero sin venir a cuento, su amigo, o la neurosis de su amigo, o la mala suerte, apuntó a Chris Kyle en la nuca, cerró los ojos para no ser testigo de su propia locura y con la frialdad de los trastornados le descerrajó un tiro a quemarropa. Chris Kyle, el ex jinete, el héroe de guerra, el ex marine, cayó agonizante, tembloroso. Murió dos minutos más tarde. Estaba por cumplir 40 años.
Moraleja de la vida de Chris Kyle: las armas que portan los vaqueros de Texas sirven para demostrarse a sí mismos y al resto de los mortales que son los únicos hombres de ley que quedan en este mundo poblado de cobardes. ¿O no?
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