-- No hay amor, es simple compra de sexo --
dice mi amigo mientras esperamos a su presa en un bar de Monterrey. Son finales
de los ochenta y yo apenas rebaso los 18 años. La muchacha se retrasa y la
banda comienza a tocar “Nada personal” de Soda Stereo, recién estrenada por
Gustavo Cerati. Me gusta, aunque lo mío son las peñas y la trova con Silvio,
Pablo y compañía.
“Todos los hombres pagamos por sexo”
insiste mi amigo. Levanta la voz para que pueda escucharlo yo, por encima de la
música. “¿Quieres sexo? Tienes por fuerza que ofrecer algo: a las prostitutas
dinero, a las chavas el cine, la cena, el bar. Ellas te recompensan con sus
servicios sexuales”.
Yo en estas cosas del amor soy más
convencional que mi amigo. Pero no le doy contra. Sólo le pregunto: “¿Y el
matrimonio que es para ti?”. Apura su respuesta: “El marido lleva el dinero a
la casa, la esposa se lo canjea por sexo o por labores domésticas. Cuando
mucho, el matrimonio es un intercambio de atenciones y amabilidades. Pero sigue
siendo un simple trato comercial”.
Llega la presa de mi amigo. Es una muchacha
pequeña, sonriente, ojos color zafiro y anteojos de alta graduación. No se
imagina en qué brazos caerá. La pobre es más joven que yo. Y más provinciana
que yo. La compadezco: su pretendiente es un cerdo capitalista. Nos saluda con
un beso. Y mi amigo la abraza como un pitón rodearía al pequeño ratoncito vivo.
Imagino la lengua bífida salivando por el próximo manjar. La joven me tiende
tímidamente la mano y dice:
--Como usted sabe soy cantante. No pedí
cita pero quiero conocer a mi ídolo.
La señora la revisa de arriba abajo. No
esconde su desconfianza como buena porteña. Ambas están de pie en el corredor
de la Clínica ALCLA de Buenos Aires. Detrás de ella aguarda uno de sus dos
nietos. Es un argentino con el mismo aspecto desaliñado de su padre enfermo.
Transitan médicos y enfermeras. La clínica es un hormiguero de batas blancas.
Cuando la joven artista le pregunta cómo sigue su hijo en coma, la mujer se
enfada. “No está en coma, está dormido”. Pero no se atreve a decirle que el
paciente ha pasado a un estado vegetativo. Su hijo no es conciente de la mano
de su madre que le acaricia el brazo inerte, no responde a los estímulos, no
altera la raya virtual de los monitores.
La anciana explica a la joven cantante en
el corredor de la clínica que han pasado más de cuatro años sin que el escáner
cerebral o el TAC registre algún avance en el cerebro muerto de su pibe. Pero
ella, su madre, cultiva una luz de esperanza. Un hálito de optimismo. Una
intuición que va más allá de la prescripción médica. Ni sus propios nietos
albergan una fe como la de ella. Y sabe que llegará el día cuando desconecten
al hijo del tubo endotraqueal, cuando le retiren la ventilación artificial y
comience a inhalar y exhalar por sí mismo.
Entran tres enfermeras al cuarto a cumplir
el ritual médico: monitorizan la presión arterial, sustituyen el catéter, la
frecuencia cardiaca, hidratan la piel del paciente, mueven la postura de su
cuerpo inmóvil, verifican que no aparezcan úlceras por presión. Afuera de
cuidados intensivos vigila la madre, convertida en barrera humana para impedir
el paso a la joven cantante. La madre se niega a recibirla. Conoce el medio
artístico. Todo se reduce a un intercambio de bienes y servicios. Y acaso
piensa: “Viene a visitar a mi Gustavo, me trasmite su falso pesar, pone cara
triste y recibe a cambio una porción de publicidad para ella, un pequeño impulso
a su carrera como contraprestación de su tiempo invertido”. De seguro su
representante artístico ha convocado afuera de la clínica a la prensa. Eso es
el mundo del espectáculo: un negocio sin compasión ni piedad. Puro marketing. Y
el enfermo nada mas es propiedad de su mamá.
¡La vida es como es y punto. No le des
tantas vueltas! -- me dice mi amigo en secreto antes de desplegar sus artes
seductoras en el bar, ante su joven presa. Los ojos de ella se posan en el
Casanova ebrio que pide una botella de ron. Y acecha a su presa. Le rodea la
cintura. Acerca la nariz al cuello femenino. Y huele la fragancia del candor
mientras repite la canción de Cerati: “Sinceramente, sería bueno tocarte”. Pero
no hay amor (leo en su rostro lascivo), es simple compra de sexo. Ella se deja
querer, enamorada, “cayó dormida” como dice “Nada Personal” y mi amigo se
incorpora para bailar, se deja llevar por la canción. Y en una vuelta el galán
resbala hasta dar de espaldas al suelo. Rompe su vaso de ron, rebota su cabeza
en el suelo. Pero los músico no dejan de interpretar la canción. Son
indiferentes al accidente: en el bar les pagan a cambio de entonar
composiciones de Soda Stereo. Es un simple trato comercial. Sólo la muchacha y
yo nos acercamos a ayudar a mi amigo tirado entre las mesas. Tarda en
reaccionar. Temo lo peor pero de milagro parpadea y mueve ligeramente el brazo
izquierdo.
--¿Se dan cuenta? Ha sido un milagro: hace
rato parpadeó y movió su brazo izquierdo.
La madre escucha incrédula al nieto. Y
luego, de un instante a otro, se ilumina su esperanza. Crece su optimismo. Su
intuición maternal ha vencido cualquier diagnóstico médico. Deja hablando sola
a la joven cantante que pretendía visitar a su ídolo. Posa su mano en el
detector dactilar y corre a cuidados intensivos de la Clínica. El nieto despide
a gritos a la joven cantante y persigue a la abuela.
Un médico avanza por el pasillo con un
botiquín en la mano. Se trata de un intercambio voluntario de sus servicios
médicos por dinero. Así se obtienen mutuos beneficios en el negocio de la
medicina, ventajas recíprocas. Revisa los signos vitales del caído, sacude la
cabeza del hombre inconciente, “su cuerpo como de latex” diría la canción “Nada
Personal” y al final, con una sonrisa contenida de alivio, se vuelve a la muchacha
y a mi para decirnos:
--Por fin ha despertado.
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